Quienes nos dedicamos a estudiar la palabra somos a veces tildados de minuciosos y detallistas, o de complicados, pero es que el lenguaje es así y sólo si se aprende a descifrar el contenido de los signos ocultos en el idioma se logra comprender la realidad. Peor hoy en que los sistemas reales y virtuales permiten que cualquiera, capaz o ignorante, honesto o no, exprese abiertamente su opinión por veces fraudulenta (fake news) y malintencionada: la posverdad, que es “toda información o aseveración no basada en hechos objetivos sino que apela a las emociones, creencias y deseos del público” (Wiki).
Pues acaba de celebrarse el Día de la Libertad de Prensa y uno capta de inmediato que -a menos que haya otras fechas consagradas a libertades similares- esta se queda corta. Ya que previo a la libertad de prensa ocurre la libertad de la palabra (que no forzosamente aparece en un medio impreso, visual o cibernético y puede ser sólo verbal, como en la oratoria) y mucho antes la de expresión, que puede suceder en más de un lenguaje humano (musical, escrito, pictórico, teatral, de señas o danzante escénico) y previo a ella incluso la libertad del signo, que incluye los números, aunque en estos si bien puede darse la manipulación raras veces la afecta la censura (excepto en las estadísticas que maquilla un mal gobierno). Fineza tras fineza, pues, sólo aquel que profundo analiza se libra del engaño.
Luego ingresa a discusión de la materia el componente ético. Es perfecto que haya libertad de prensa (de palabra, expresión y lenguaje), obvio, pero no basta con que se elimine la represión cuando se habla o escribe sino que debería haber además un estricto código de uso de esa libertad (lo hay, el de la conciencia), uno que obligue por sí mismo a quien la ejercite a decir la verdad y exclusivamente la verdad.
Un código que así como congratule a quienes esgrimen argumentos certeros para convencer castigue a quienes divulgan falsías para persuadir. Que cuelgue en la picota pública a los mentirosos, a los inventores de causas y efectos, a los propagadores de ideologías de embuste y patraña, no importa si de izquierda o derecha, si bien es esta última la que más conquista trofeos de perversidad, díganlo si no desde los cuencos del pasado Valle, Herrera y Francisco Morazán.
Afortunadamente corren por el mundo moderno dos grandes movimientos que disuelven la mentira social: uno, la progresiva conciencia política de los pueblos, lenta pero sustancial, que revela a la persona, generación tras generación, cuanta falacia se destiló a su mente siglo tras siglo, y, dos, los cada vez más incisivos estudios de las ciencias (políticas, sociología, antropología, psicología) exhibidoras de los mecanismos e instrumentos con que el poder real o fáctico engatusa a la población del mundo.
Autores como García Canclini en el cercano pasado, o incluso Schaft y Zizek en el presente, adicional a Umberto Eco desde la semiología y Dussel desde la Filosofía de la Liberación, independizan al pensamiento orbital. “Siglo de las ideologías” llamó a la centuria XX el filósofo Pierre Faye para referirse a grandes masas adoctrinadas por los nuevos medios de comunicación, la propaganda, la violencia y la represión. Por allí transitamos...