Columnistas

No le tomes fotos...

A inicios de la última década del siglo pasado, visité por motivos académicos la ciudad de Austin, en el sureño estado norteamericano de Texas y, en medio de la admiración que producía esa novedosa experiencia, pronto comencé a contrastar la expectativa con la realidad que iba encontrando a mi paso.Internacionalmente, todavía no había caído el muro de Berlín, pero la guerra fría empezaba a dejar de serlo si se leía bien las señales de los noticiarios.

Francis Fukuyama pergeñaba en privado sus ideas del “fin de la historia” mientras nosotros mirábamos perplejos como el FSLN -el de la revolución setentera- perdía las elecciones contra una señora viuda de mártir ilustre y de hablar campechano, dejando por doquier un tendal de caras pálidas y otras menos, casi todas contritas e inconsolables.

Acá, lejos de todo y cerca de nada, todavía muchos docentes de la universidad pública continuaban ingeniándoselas para enseñarnos a pensar y reflexionar (“ideas exóticas”, así las llamaban sus detractores) y burlaban la vigilancia disfrazada de los agentes de seguridad del Estado que acudían camuflados a sus clases, aplicando manuales que habían sobrevivido la década perdida.

Eran otros tiempos, de militancia progresista a ojos ciegos y represión que iba de sutil a descarnada, dependiendo del objetivo y del ejecutor, de la supuesta “falta” cometida por el “transgresor” y del “compromiso” del “sabueso”.

Así el contexto local, circulaba yo -universitario de América Central- por una avenida concurrida de aquella ciudad con nombre de héroe, dentro de un vehículo conducido por una joven y simpática estudiante de ciencias sociales llamada “Jackie”, que me llevaba con rumbo a la universidad para participar en variadas conferencias.

Ella hablaba español con fluidez y se había ofrecido como voluntaria en el cónclave estudiantil al que acudimos con un par de colegas, compañeros de aulas y de pininos literarios.

Conversábamos despreocupados cuando, de repente, ella detuvo el carro en una cola y fue ahí cuando pude apreciar en la acera del lado de mi ventana a un hombre sin hogar (homeless) que se acomodaba como podía entre cartones para descansar.

La imagen me impresionó y no pude evitar echar mano de mi cámara para recoger una instantánea que -así lo pensé en voz alta- “mostraba el fracaso del primer mundo para cuidar a los suyos, mientras nos daba lecciones a nosotros”.

De inmediato, “Jackie” se volteó para mirarme y me dijo, en perfecto castellano y con un tono suave que todavía resuena en mis oídos: “Por favor, no le tomes una foto. Solo le queda su dignidad. No se la arrebates”.

Con vergüenza que todavía me ruboriza, guardé el aparato de tomar fotos, balbuceé una disculpa improvisada y callé el resto del viaje. Fue toda una lección de vida. Muchos años después encontré esta frase:

“Cualquier hombre o institución que trate de despojarme de mi dignidad, fracasará” (N. Mandela). Y así será con cualquiera que haga apología u ose tomar ventaja de la desgracia de otros. Sin importar causa o motivo.