Columnistas

Los nombres de las cosas

La vendedora en México me quedó viendo con ojos de escándalo cuando le conté cómo llamábamos a la hierba familia de las apiáceas, de nombre científico Coriandrum Sativum.

“Le decimos culantro de Castilla”, aclaré con aire de disculpa y agregué, “y lo hacemos solo para distinguirlo del culantro de pata” (Eryngium foetidum).

“Acá se llama cilantro, joven” agregó ella, con ese tono seco de maestra de párvulos que asume alguna gente cuando quiere zanjar un debate de manera definitiva.

Aunque no quise ofenderla, era evidente que ella pensó en todo momento en otra palabra de uso procaz y no en los sabrosos condimentos que dan sazón a nuestros platillos más tradicionales.

Mientras escribo estas líneas me percato que hubiéramos evitado el desacuerdo si hubiéramos empleado los nombres científicos, pero ¿quién aprende taxonomía vegetal, fuera de los futuros botánicos o especialistas?

Sería de mucha utilidad, sin embargo, cuando viajamos a otras naciones, para hacernos entender: si usted busca patastes en Nicaragua, Guatemala o México, no los encontrará, al menos con esos nombres. Ahí le venderán güisquiles o chayotes (¿no sería mejor decir que buscamos tres kilos de Sechium edule?).

Aún dentro del mismo país, los nombres que damos a objetos o acciones varían de una región a otra.

Al emparentar con una familia del lejano oeste catracho, me enteré de que yo hablaba muy diferente a como se acostumbra cerca de la frontera con Guatemala. Gracias a sus visitas vacacionales y a su madre, nuestros hijos dominan una gama amplia de regionalismos que me hace pasar apuros en mi propia casa cuando se quiere dar razón o excusas por algo que ocurrió durante un día normal.

“Solo quedaron pozoles (migajas)”, “¡tené cuidado con las chayas (esquirlas de vidrio)!”, “ahí vuela un cushcurushin (escarabajo)”, son apenas algunas expresiones que debí aprender a “traducir” para poder entendernos en familia.

Ocurre algo parecido con los oriundos de la costa norte donde se hondureñizaron palabras que alguna vez fueron fonemas ingleses (“yarda”, “chingle”, “crique”, “mopear”, etc), pudiéndose bien perder el hilo de una plática si no se conoce la jerga local.

Al respecto, es célebre ya la discusión infinita entre un capitalino y un sampedrano sobre el “nombre correcto” de un banano (mínimo o guineo) o el de “la confitura en forma de tirabuzón, hecha de azúcar, mezclada con otras sustancias y acaramelada” congelada y servida en bolsa plástica (charamusca o topogigio), ambos debates insulsos, pues mientras las palabras se entiendan entre el emisor y receptor de las mismas, se ha cumplido la función esencial del lenguaje: comunicar.

“A la gente le importan más los nombres de las cosas, que las cosas” dice Mariano Peyrou.

A cosas así continuaremos refiriéndonos.