Columnistas

La novela de los H

Qué pasa con la familia gobernante, que la azota tanto la vida? ¿Cuánto dolor causan a sus progenitores los escándalos revelados y que superan los índices más groseros en cuanto a delito y corrupción? Advierto, previo a continuar estas preguntas, que las mismas surgen del deseo de conocer la naturaleza humana y su relación con el poder, no por militancia política, odio o desafecto. A mi edad la historia presente y viva acaba por ser vista como un filme donde lo que interesa es el comportamiento de los actores, el fin de la trama y la vigencia de aquel otro elemento terrible que es el destino y que es espíritu indetenible e inmanejable en la tragedia griega. Los que van a morir (suponiendo que la muerte, como creían los helenos, es el castigo más grave) se empujan al precipicio solos; los dioses no pueden sino observar su absurda conducta y verlos caer.

¿Comienza a deshilarse la madeja siempre sospechada. Sobre la hermana que partió, y que dios tenga en la gloria que merece, se detallan manejos deshonrosos desde el erario nacional; la hoz (que siega tanto vidas como honor) baja ahora sobre Antonio en Nueva York, suponiéndose que del juicio brotarán, cual viscosas clepsidras, fuentes inagotables de información que mancharán más a JOH, obligándolo a tomar una resolución imprescindible y que no debe dilatar, su renuncia.

Eso si Juancito no cae, como muchos otros dictadores, en la ilusión del cinismo y el autoengaño. Al grupo que lo rodea, pícaros de su partido, y a quienes trafican con él les conviene que se conserve en el poder, pues le da así oportunidad de proseguir delinquiendo contra la república. Por ello le enmielan la mente al jefe, inundan con esperanza al líder, lo envuelven en la fantasía del gobierno perpetuo, con la falsedad de que el pueblo lo ama. Voces sibilinas le susurran, como a Carías, que es el hombre más bello e imprescindible de la tierra; engañadores de alto calibre internacional, que dirigen organismos regionales y cuya tarifa de lealtad asciende a cuatro millones de dólares, cuidan que en el orbe se silencien las mandrakadas del sátrapa. Ha ocurrido cien veces antes: el déspota concluye encerrándose en una cúpula irreal, burbuja de ficción que inflan los áulicos, hasta imposibilitarle conocer la verdad, peor si camina, sueña, come, bebe y defeca rodeado y vigilado (en lo que parece más un sitio que una protección) por guardias perrunos e interesados.

¿Qué hace al hombre, en particular al dirigente, obcecarse con el poder? Pudiendo aprovecharlo para la última jugada de su salvación, una que le permita refugiarse, siquiera por una década en Suiza o Israel, donde no lo alcance la próxima justicia científica de Honduras, ojalá revolucionaria, se hunde más en el foso de su insano juicio.

Escape antes, hombre, no sea imbécil, su dado ya va en el aire y es imposible, ni dios va a permitirlo, que goce más del poder. El hastío de la sociedad es tan voluminoso y denso que puede, con sólo una chispa histórica, que por veces se dan, tornarse violento y vengador. Mussolini fue por buen tiempo sumo jefe amado y terminó colgante de un poste rural, donde el pueblo lo ajustició.

No tengo nada contra los Hernández excepto curiosidad sociológica. Ansío saber cómo concluye el capítulo tres de la novela.