Históricamente todas las sociedades han experimentado diferentes grados de división social, ya sea por motivos económicos, sociales, políticos, territoriales, religiosos, ideológicos y culturales; de modo que hasta ahora no conocemos una sociedad que haya estado libre de divisiones.
La división social es tan antigua y reconocible que nuestro Señor Jesucristo, de acuerdo con el Evangelio de San Lucas, nos pregunta: “¿Creen ustedes que he venido para establecer la paz en la tierra? Les digo que no; más bien he venido a traer división. Pues de ahora en adelante hasta en una casa de cinco personas habrá división: tres contra dos y dos contra tres” (Lucas 12: 51-52).
Por supuesto que la división de la que hablaba Jesús se refería a la existente entre quienes aceptarían su mensaje de salvación y del reinado de Dios en nuestros corazones, versus aquellos que lo rechazarían y no estarían dispuestos a convertirse. En pocas palabras, no se trataba de practicar el odio y la intolerancia contra nuestros familiares, amigos y conocidos, sino más bien, que cada persona definiera su postura ante el amor de nuestro Padre Celestial.
Desafortunadamente, como de todo hay en la viña del Señor, hay quienes fomentan premeditadamente las divisiones como una forma de obtener ventajas políticas, sociales y económicas. Todavía peor, existen personas y grupos que promueven el caos y el desorden movidos por el refrán que afirma: “En río revuelto ganancia de pescadores”, ya que pueden “obtener beneficio de una situación caótica o confusa, especialmente si es de forma injusta”.
De esa manera, un político romano como Lucio Sergio Catilina (108 a 62 antes de Cristo) recurría al expediente de organizar las fechorías de los delincuentes de la ciudad, para luego aparecer ante el senado romano como la persona que aplacaba los excesos de la plebe. Nuestros políticos modernos también han utilizado este vergonzoso truco, para que el pueblo los considere unos héroes valiosos e imprescindibles.
Los políticos, además de mentir y engañar, son astutos para emplear maniobras bastante sofisticadas, con las cuales logran echarse en la bolsa a todos los ciudadanos ingenuos, e incluso a los que se precian de ser muy experimentados, inteligentes y estudiados.
Caer una vez en una trampa es perdonable, caer dos veces en la misma artimaña no tiene excusa.