Columnistas

La banda está borracha

La ruindad, corrupción y malignidad de los recientes procesos electorales nos han metido en un laberinto de dudas y amargos desengaños. En consecuencia, el pueblo es el que aguanta las miserias de las palabras, la misericordia glorificada de los sociólogos y la mendicidad histórica del mundo que se asoma de vez en cuando por este país y se vuelve a asombrar de la jungla política hondureña.

En estas fechas de oropel, acudiremos a presenciar la toma de posesión presidencial entre dos bandos: uno más hábil que el otro y el otro muy angustiado por sus deserciones mentales frente al poder, pero ambos indoloros ante las fisuras de una democracia de papelillos para decorar estadios, oficinas y calles, para colocarle la banda al ganador.

Y como ya sabemos que no encontraremos la certeza de la derrota, ni la del triunfo, la banda presidencial debe ser colocada de inmediato, sin esperar los 27 de eneros, revueltas de utopías agitadas en el lodazal de la izquierda populista, ni la derecha glotona que no abarca, aunque apriete mucho.

Si tuviéramos que escoger a una sola figura para que se le imponga la banda, esta debería ser el pueblo, aunque este haya perdido su categoría como tal, cuando en su nombre se erigieron esperanzas geométricas, migajas de ilusiones que se diluyeron en la lógica del desvanecimiento y de la anulación por el tiempo que se traga todos los recuerdos del pobre, que hoy lo debería recuperar sin ser absorbido por los discursos épicos.

En este escenario político, es el pueblo quien merece estar en ese estrado: esa masa marginal, esa plebe desharrapada y desbaratada en represiones, degollada en los modernos calabozos de la dominación y explotación.

Este pueblo se lo merece por estar sometido a la crisis del régimen neoliberal, porque ha sufrido el abuso de las ideas socialdemócratas, las invenciones liberales de cerros curtidos de montoneras, la insaciable cleptocracia de los tecnócratas catrines de seda, los regímenes despóticos y las dictaduras enjauladas en la furia de los cuarteles desde mediados del siglo pasado.

No obstante, este pueblo curtido de desigualdades, a costa de políticas de mercado que se ufanan del crecimientos económico, es un pueblo que al estar sumergido en su explotación nunca le quedó tiempo de leer a Marx y a Engels; de este modo, terminó siendo una desilusionada teoría obrera que jamás supo su realidad dialéctica, quedó preso en su “prisión verde”.

Como resultado de tal sometimiento, el pueblo solo se acurruca en las esquinas de la historia a ver pasar las marchas militares y las huelgas míticas abanderadas de las luchas por sus derechos que acabaron en los centros comerciales para mirar las vitrinas de la prosperidad. Sin embargo, este pueblo -sin proyectos ni programas para poder gobernarse- no desiste de su batalla para conquistar su bienestar en las cuarterías de la miseria, en este siglo de las luces apagadas.

Quizá la lección aprendida en la imposición de esta banda sea que el pueblo no se sometió a los dictados de una derecha que acumuló en estas elecciones muchas identidades y tampoco a una izquierda sin identidad.

Por eso, el pueblo en su último hálito de vida, pero irreductible por ese aparato de la democracia ideologizada, debe acudir a su fiesta y que se le coloque la banda. La otra banda que se quede en sus residencias, porque está borracha de poder carísimo y de triunfalismo barato.