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Por principio, los seres humanos debemos ser receptivos a la crítica. Como ejercicio para fortalecernos y evolucionar. Porque eso es a lo que estamos llamados a aspirar, a ser mejores, a autodesafiarnos y a competir con nosotros mismos, como si se tratara de una ley de la vida, sin ver de donde proviene, si de afines a nosotros o de acérrimos enemigos, la esencia de esa crítica no se altera, será verdad o mentira.

De donde proviene la crítica, quien sea el emisor, aunque se supusiera más defectuoso o vulnerable que nosotros mismos, resulta irrelevante. Aquella forma de acorazarse ante la crítica, descartándola con el consabido “la crítica se toma de donde viene” carece de validez. Las motivaciones para realizarla pueden ser múltiples y descalificantes, pero son igual de intrascendentes. Sin términos medios. Procesarla y hasta entonces decidir si es acorde o no a la realidad. Si se trata de crítica al físico, bastará con pararse frente a un espejo.

Más sinceridad no podrá encontrarse. Y será preocupante si el físico es una herramienta de trabajo, tal como sucede a entrenadores, artistas y modelos o una forma de respeto a los demás o simple satisfacción propia. Es asunto personal de cada uno de nosotros, simples mortales. Si nos ofendemos o si por el contrario, apreciamos la crítica, la analizamos y corregimos, si es el caso. Que si no, nos afirmamos y seguimos. Pero nosotros, al asumir responsabilidades y tomar decisiones que no afectan más que al entorno familiar y laboral.

El caso de quienes buscaron cargos públicos e hicieron lo que tuvieron que hacer para detentar la obligación de velar por el bienestar de todos los habitantes de una nación, no es diferente: debe ver a la su esencia de la crítica, a su veracidad, no a su emisor y sus características y motivaciones, buenas o malas. Los gobernantes deben atender a la Conferencia Episcopal. Es el sentir de la mayoría, católicos y no. Rectifican y pasan a la historia en sitial de honor.