Columnistas

n muro entre la legalidad y el delito no existe. La frontera entre ambos es apenas una fina línea en la ética personalísima. Más fina aún en una nación donde la vulnerabilidad institucional es propicia para relativizar esa ética según “el cristal con que se mira”. Aquí llegamos por diversos factores, tantos como quienes los identifican, pero sin duda por la impunidad favorecida por la generalidad. Sí, por muchos, no solo por algunos operadores de justicia. Sino, además, también por unos tantos que se “desgarran las vestiduras” y las gargantas para gritarles a quienes adversan, más aún que por la corrupción, por la obsesión de estar en su lugar. ¿Para ser honradísimos? No necesariamente. Unos ya tuvieron la oportunidad y lo demostraron. La cultura de la corrupción es eso, cultura, y como tal, ideas, costumbres, tradiciones, interiorizadas hasta la inconsciencia por los integrantes de una comunidad. Una en la que la descalificación se usa como herramienta de propaganda política y la exageración o el ocultamiento se dosifican al cálculo de su autor. Buenos ciudadanos honrados mantienen amistad con distinguidos estafadores o lavadores de activos o corruptos, tipos cuya bajeza no les parece temeraria. Comprensivos, ahí si logran segmentar. Intentar hacer creer que el “pueblo” es solo el que está en contra del gobierno puede ser fútil. También es “pueblo” el 33% que apoya ese gobierno tan incondicionalmente como el otro 33% incondicional del otro lado, que lo adversa. Estamos en crisis, sin precedentes. Y esa es la verdadera crisis: la inexistencia de un puente por el cual circulen los intereses nacionales protegidos por los dos lados. Hay que dejar la descalificación para encontrar la salida. El “Fuera JOH” que buscan unos frente al “Sigue JOH” que escudan otros, nos lleva al precipicio. Debe ser construido un puente, uno de varias soluciones, sin egoísmos ni pequeñeces que continúen obstaculizando la estabilidad fundada en legalidad, que nos es tan necesaria.