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Escojamos la auténtica felicidad

nida a todas las exigencias de nuestra época, la perspectiva de tomarse un tiempo cada día para dedicarlo a la meditación puede parecer una carga más. Pero estoy seguro, escribe Alan Wallace, de que la razón por la que mucha gente no encuentra tiempo para meditar no son las ocupaciones excesivas. El autor de tan hermosos libros como “El poder de la meditación para alcanzar el equilibrio”, del que Daniel Goleman declara que sintetiza la práctica y la convierte en un conjunto de ejercicios accesibles y atractivo, habla de “meditación” pero que no es lo que se entendía desde la Edad Media por lectio, meditatio et contemplatio, como la reflexión sobre lo leído o escuchado, sino que se trataría de estar atento a lo que haces o no haces, aquí y ahora, de respirar como conviene para caer en la cuenta de que la virtud más eminente es hacer sencillamente lo que tenemos que hacer. Como decía mi madre, “hay que estar en lo que estás”. No es cuánto más, mejor; sino cuanto mejor, más. Y mejor en el sentido de poner el corazón “y con los cinco sentidos”, añadía. Si hay algo que hacemos todos los seres sentientes es respirar, desde el primer vagido hasta el último suspiro.

Todos estamos haciendo algo cada minuto del día, o hacer sin hacer, el wu wei de la sabiduría china. En qué ocupamos nuestros días es cuestión de prioridades. Por supuesto que es de sentido común priorizar la supervivencia, para garantizarnos suficiente comida, casa, ropa y asistencia médica, y que nuestros hijos puedan recibir una buena educación. Para utilizar una metáfora universitaria, las tareas que permiten todo eso son las “asignaturas básicas” y las demás son “optativas”. Estas dependen de nuestros valores.

Podemos creer que se trata de la búsqueda de la felicidad, de la plenitud o de una vida con sentido, porque como le respondió André Malraux al general De Gaulle, “puede que la vida no tenga sentido, pero tiene que tener sentido vivir”. Sea cual sea nuestro propósito vital, este se centrará en las personas, las cosas, las circunstancias u otras cualidades más intangibles que nos proporcionan satisfacción… o que no tenemos más remedio que sacar adelante y entonces, más que nunca, no preguntarnos si nos gusta o no nos gusta lo que tenemos que hacer. Ya hace tiempo que vivimos y hemos buscado la felicidad durante décadas. Deténgase un momento, dice Wallace, y pregúntese: ¿cuánta satisfacción me ha proporcionado la vida hasta ahora?

Muchos de los grandes pensadores, como san Agustín, William James, Whitman o el Dalai Lama, han comentado que la búsqueda de la verdadera felicidad es el objetivo de la vida. Se refieren a algo más que a la búsqueda de estímulos meramente placenteros. Tratan de un bienestar más completo y auténtico que procede de adentro. Según no pocos especialistas, la verdadera felicidad es síntoma de una mente equilibrada y sana, al igual que el bienestar físico es signo de un cuerpo sano. En nuestros días prevalece la idea de que el sufrimiento es inherente a la vida, de que experimentar la frustración, la depresión y la ansiedad forma parte de la naturaleza humana. Aunque la mayoría de las veces se confunde dolor, que es cosa del cuerpo, con sufrimiento, que es de la mente. Este no conduce a nada mientras que el dolor nos alerta de una dolencia que, una vez detectada, se debe eliminar. Es una aflicción que no nos reporta ningún beneficio. A mis 18 años me dijo el Dr. Marañón que la misión del médico era acoger, escuchando; eliminar el dolor, una vez descubierta la causa, y no interferir en el camino de la naturaleza para la curación.

En nuestra búsqueda de la felicidad, sostiene Wallace, es de vital importancia reconocer que son solo muy pocas las cosas que controlamos en este mundo. Los demás, familia, amigos, compañeros de trabajo y extraños, se comportan como quieren, según sus ideas y objetivos. Del mismo modo, podemos hacer muy poco para controlar la economía, las relaciones internacionales o el medio ambiente en manos de intereses bastardos, oligopólicos y sectarios empeñados en ignorar lo que me empeño en denominar el arma más letal de destrucción masiva que es la explosión demográfica que, en menos de un siglo, nos llevó de unos 1,200 millones de habitantes del planeta a los casi tres mil setecientos millones de nuestros días.

De ahí que si basamos la búsqueda de la felicidad en nuestra capacidad de influencia sobre otras personas y el mundo en general, estaremos abocados al más estrepitoso fracaso. Nuestro primer acto de libertad debería ser una sabia elección de nuestras prioridades porque, como afirmaba el Buda Sakiamuni, quien sabe amarse a sí mismo, no hará daño al otro; mientras que el que no sabe amarse cómo podrá amar a los demás si nadie puede dar lo que no tiene