Columnistas

El país animado

El director de cine español que tiene estatus casi de culto, José Luis Cuerda, dirigió hace varias décadas una serie de películas que se denominaron surruralismo o surrealismo rural, entre ellas una llamada “El bosque animado”, la primera de las tres (“Amanece que no es poco” y “Así en el cielo como en la tierra” fueron las otras dos).

A pesar de la fuerte carga de surrealismo de las tres películas (hombres que nacen de la tierra como si fueran papas, personajes en blanco que buscan interpretar otro personaje y hasta pagan por ello, clases que se imparten en coro como si fuera una pieza musical cada tema escolar y un largo etcétera de situaciones poco cotidianas), se busca decir la verdad de manera a veces sutil y a veces descarada, la verdad de aquella época y de esta, de aquella España y a mi juicio de esta Honduras. “El bosque animado” cuenta la historia de un pueblo en cuyo bosque hay un bandido, como si se dijese que hay un guardia de turno, es decir, que tiene estatus de oficio. El bandido ve amenazado su trabajo porque hay un alma en pena (visible para todo dundo) que busca un cristiano que cumpla una promesa que él no pudo cumplir en vida. Las personas ya no quieren pasar por el bosque porque le tienen miedo al ánima en pena, entonces el bandido ya no tiene a quien asaltar. En una de las escenas finales, un niño, quien le había estado ayudando a un pocero (hombre que se dedica a hacer pozos), le pregunta al ladrón si puede ser su aprendiz, pues le gusta mucho más su oficio que hacer hoyos en el suelo buscando agua. Hay más hechos colaterales en la trama, pero me quiero quedar con estos elementos para contarles del país animado que habitamos. El bandido convive a diario con las personas del bosque, los pobladores saben que serán atracados si pasan por allí, y sin embargo lo hacen, hay una especie de convivencia con tintes fraternos con este personaje. Ellos solamente comienzan a evitar el camino para no encontrarse con el muerto, pero lo del ladrón está de alguna manera normalizado. Más o menos lo que sucede en Honduras y a toda escala. Corremos el riesgo, si no es que ha pasado ya, de que aquellos poco venerables personajes que le roban más que lo material, la paz al pueblo hondureño, nos parezcan afables y hasta bondadosos. Lo sé, no es la primera vez que se dice que en Honduras pasan cosas surrealistas. La labor es incluso deseada, quien ejerce la función tendrá un aprendiz. Prefiere el oficio de atracador al trabajo duro y noble de buscar agua. La autoridad sabe dónde habita el prófugo delincuente, pero nunca hace nada, se limita a advertir que no compre más tabaco y que en cualquier momento lo hallará, sin embargo, cuando cruzan miradas, no pasa nada. Extrapolemos ahora a nuestro país animado. El papel del ánima en pena está encaminado a normalizar la presencia de la muerte en el bosque. Asusta, pero no sorprende. Es peor hallarse la muerte que ser asaltado, de los males el menor, como tanto nos hemos acostumbrado a decir en Honduras. Hay quienes han encontrado en la labor poco honesta una labor de prestigio, convivimos con ellos, nos dan la mano y los consideramos amables. Quizá hemos normalizado todo porque nos parece inevitable, y ante la imposibilidad de que no sea de esa manera, lo aceptamos, porque necesitamos sentir que vivimos en condiciones normales y no en un estado de alarma permanente. En el largometraje nada se soluciona, el mundo surrealista lo sigue siendo, y aquí quizá también lo siga siendo en medio del realismo un país animado, surrealista y donde tampoco las cosas se solucionan.