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El Mozote

El diez de diciembre de 1981 nació una niña en la aldea El Mozote, en El Salvador, y veinticuatro horas después yacía asesinada por tropas antiinsurgencia del batallón de infantería Atlacatl entrenadas por boinas verdes y veteranos gringos de la guerra de Vietnam. Previo a fracturarle la cabeza en una roca habían matado a su mamá, una tía y una hermana embarazada. Fue la mayor masacre ocurrida en ese país durante la guerra civil pero no única. Su recuerdo quiebra el sueño de los escasos sobrevivientes, hoy ancianos.

La operación Rescate del ejército fue simultáneamente lanzada contra caseríos que supuestamente ofrecían respaldo al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), entre ellos El Mozote, que quedaron reducidos a cenizas y cubiertos con cadáveres de todas las edades.

El gobierno de Ronald Reagan negó cualquier relación con el crimen pero era usual que los expertos yanquis asistieran las operaciones en calidad de asesores, si no de agentes operativos. El subsecretario de Estado para asuntos humanitarios Elliott Abrams declararía ante el Congreso, en 1982, ser eso “propaganda comunista” y que más bien en El Salvador se estaban dando fabulosos pasos a favor de la democracia.

“Informes desclasificados más tarde mostraron que Abrams sabía de lo ocurrido en El Mozote y que ocultó información al Senado”, atestigua BBC Mundo en reciente artículo de investigación.

Cuarenta años tras la masacre -800 a mil muertos, según organismos especializados- nadie fue condenado pues una ley de amnistía impidió averiguar lo sucedido. En 2016 la Corte Suprema salvadoreña ordenó reabrir el caso, lo que fue impedido por factores políticos. El ejército declaró carecer de información y que en sus registros nunca había aparecido la palabra Mozote.

“Horas después que se fueran los soldados -testimonia BBCMundo- el fuego iluminaba la noche, impregnada por olor rancio de carne humana quemada. Rosario López (que perdió 24 familiares ese día) fue de las pocas que sobrevivió. Era el 11 de diciembre de 1981 y, en la mañana, iba a visitar a su madre, que vivía abajo, en la hondonada de La Joya, aldea perdida en los confines de El Salvador”.

“Fue entonces que los vio. A la orden de los jefes comenzaron a separar hombres a un lado, mujeres del otro, niños más allá. De pronto oyó unos quejidos (…): estaban disparando a unos, cortando el cuello a otros, violando a las mujeres más jóvenes. Quiso gritar, correr hacia los miembros de su familia que estaban matando, estar con ellos, tener la misma suerte. ‘Se oía a la gente llorando, los niños gritando por miedo, pidiendo no los mataran. Quemaron todito, todito. Mataron hasta los cerdos, el ganado, las bestias, no quedó nada’”.

En 2018 le entregaron los despojos de los últimos cuatro niños identificados. El resto de cajas mortuorias sólo contenía un diente, un mechón, un hueso identificado por ADN. La estrategia estadounidense contra la insurgencia aportaba a El Salvador un millón diario de dólares para armas, bastimentos militares y formación de batallones entrenados en el Comando Sur (Florida) o Georgia, que si bien fracasó en sus objetivos convirtió a la soldadesca en fanática asesina.

Atacar al pueblo: para eso sirven siempre las castas militares.