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Los sondeos de opinión son de enorme utilidad en la toma de decisiones, sean personales, corporativas o nacionales. Se hacen con lo que se tiene al alcance, en forma empírica y a título personal individual, como con herramientas especializadas y de punta que procuren información fidedigna.

La verdad es lo que, como en todo, debe buscarse siempre; en las campañas electorales, es absolutamente imprescindible.

Si alguien en su vida privada cree que es querido y no lo pueden ni ver, o cree que es esbelto con muchas libras de más, o cree que es muy guapo y ni por cerca, pero con su encantador autoengaño es feliz, qué bueno por él, no le hace daño a nadie.

Diferente es cuando la opinión pública determina resultados electorales con la escogencia de los dirigentes del país.

Entonces los sondeos de opinión que deben procurarse han de ser reales. ¿Para qué engañarse? Deben ser utilizados en hacer los ajustes que señalan como necesarios para el logro de los objetivos propuestos y que en una justa electoral solo es uno: ganar.

Se ha hecho normal que las mediciones de los potenciales electores sean distorsionadas a fin de orientar, o más exacto, desorientar el favor popular hacia tal o cual candidatura.

Es ahí donde la integridad del votante tiene que ser resguardada por el mismo como por los candidatos: hay que hacer discernimiento y votar por quienes se consideren idóneos para desempeñar los delicados cargos o, como sugerirían otros viendo de diferente ángulo, por los menos peores, pero de conformidad con los criterios autónomos que nos induzcan a tomar acertadas decisiones. Las de conveniencia propia y ajena.

Muchas cosas se valen en política, la mentira nunca debiera ser una de ellas. Las falsas percepciones, las medias verdades o medias mentiras, ningún bien hacen. ¿Para qué engañarse? ¿Y para qué engañar? La mentira siempre se descubre y la pagan caro. Así que lo que esperamos los votantes es la verdad.

Y que los sondeos de opinión no distorsionen, precisamente, la opinión.