El valle de Sula, y su urbe principal, vivieron en el horror tras el arribo de la peste de fiebre amarilla en 1892, luego replicada en 1905, cuando por su causa fallece el Dr. Leonardo Martínez Valenzuela. Dice el libro “Imágenes de San Pedro Sula” que “algunas familias se trasladaron a otros pueblos” pero que era tan alto el número de muertos “que no había tiempo para fabricar ataúdes y se les enterraba, llevados en una carreta, sólo envueltos en sábanas o petates”.
El virus, originario de África, entró al continente americano hacia 1640 con la despiadada trata de esclavos negros emprendida por los europeos. Los brotes primarios ocurrieron en Barbados (1647), con progresivos cuadros epidémicos en Filadelfia (EUA, 1793), Haití (1800) y Barcelona (1921). La ciencia desconoció por siglos su origen, hasta que el cubano Carlos Finlay ––que otros médicos ridiculizaban–– descubrió la función vectorial que para ello ejercía el mosquito Aedes aegypti (mismo del dengue, chikunguña y fiebre Zika) y logró erradicarlo de La Habana en 1901. Sitios como Puerto Cortés, empero, donde la altura de la sierra de Omoa (2242 m) impedía que pasara a tierras interiores, siguieron sufriéndola.
En 1906 el médico militar William Crawford Gorgas ––seguidor de Finlay–– eliminó la fiebre amarilla de Panamá, lo que impulsó las enormes tareas de ingeniería del canal interoceánico, antes fracasadas a manos francesas de Ferdinand de Lesseps y donde el zancudo motivó 22 000 muertes. Las recomendaciones eran relativamente sencillas: sellar todo criadero, verter aceite sobre los charcos, cubrir todo recipiente con agua, fumigar, procurar una vacuna. Con todo el “tifus amarillo” fue siempre agudo y contagioso, con síntomas bien definidos: fiebre, exceso de albúmina en la orina, hemorragias, vómitos negros. Puede dañar el hígado, lo que degenera en ictericia (piel amarilla), dolor abdominal y, obvio, la muerte.
En 1915 se desató la epidemia entre los doce mil habitantes de valle de Sula, con un millar de fallecidos, si bien hubo héroes, académicos o no, que contribuyeron a contener el padecimiento, en particular los apóstoles de la ciencia Leonardo Martínez V., hondureño, y S. M. Waller, estadounidense, quien además administraba en la urbe un serpentario donde centrifugaba antídotos para personas picadas por culebra. Se dio también el aporte de practicantes de botica natural, según Gonzalo “Chalo” Luque (“Memorias de un sampedrano”), que cocían pociones y fármacos a base de saúco, acacia, hierba cola de alacrán y cañafístula.
Entre ellos destacó una figura popular hoy subestimada ––a quien el ecologista Mauricio Torres Molinero desea desde hace veinte años alzar un busto memorial–– y que fue Chale Vilay, garífuna o negro “inglés” (venidos de Jamaica, se consideraban súbditos británicos), quien ––por solidaridad humana–– habilitó una carreta con campana y se fue anunciando, por los barrios de la comuna, que pasaba a recoger, incluso sacándolos de la vivienda, cuantos cadáveres de apestados consiguiera llevar de prisa a las fosas masivas abiertas en el cementerio general, al sur de la ciudad. “El negrito Chale Vilay es un héroe olvidado al que algún día se hará justicia”, resume nostálgico Chalo Luque