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Los lujos y las necesidades

a semana pasada un buen amigo me llevó en su automóvil a un seminario en Zambrano. Cuando me recogió fuimos juntos a su casa para traer sus maletas. Me encantó volver a un antiguo vecindario cerca del parque La Concordia; su casa con techo alto, paredes gruesas de adobe, patio interno con plantas me hizo recordar a muchas que visité en mi infancia. Íbamos platicando de forma animada sobre diversos temas, entre ellos la difícil situación de Honduras. Al estacionar el automóvil en el vecindario, justo al llegar, me dijo algo así: “Yo, conociendo las necesidades de mis vecinos, no me compraría una Prado”. Se refería a ese modelo de automóvil que tanto abunda en Tegucigalpa. “Podría comprarla pero con el automóvil que uso me basta”.

Recordé este suceso en diversos momentos. Por ejemplo, cuando tuve poca agua para el aseo personal. En estos días de racionamiento resulta más evidente que los bienes materiales son limitados. Aunque algunos dispongamos de los medios económicos suficientes, desperdiciar agua es quitarla a los demás.

La referida anécdota apareció de nuevo cuando tuve noticias de la fiesta de graduación de unos estudiantes de secundaria. Pensé en el derroche de algunos en estas celebraciones. Conozco el sacrificio de ciertas familias, a veces más allá de lo razonable, para tomar parte de una costumbre social que pareciera de carácter obligatorio.

Volvió a mi pensamiento la referida conversación cuando me contaron el caso de un brillante estudiante de secundaria que para hacer frente a sus gastos, trabaja después de clases de las 9:00 de la noche a las 6:00 de la mañana clasificando ropa usada en un negocio.

Sería interesante preguntar si alguna vez en nuestra vida hemos hecho alguna donación en proporción a los gastos lujosos que a veces hacemos. En una ocasión comenté esto a un padre que había gastado cerca de un millón de lempiras en la boda de su hija única. El gesto destemplado con el que respondió fue la muestra evidente de su monumental egoísmo.

Si alguno lee este artículo y quiere comprarse una Prado que lo haga. Si tiene los medios y ve utilidad a la inversión tiene toda la libertad de hacerlo. Tampoco le digo que deje de celebrar con una fiesta la graduación de sus hijos. Es necesario alegrarse en esos momentos por el esfuerzo de tantos años. El asunto es que en cada gasto estamos haciendo o dejando de hacer muchas acciones que tienen también una responsabilidad social.

En un país con tantas necesidades, deberían quedar en el olvido las mezquinas limosnas que buscan en las monedas mientras no existe ningún reparo para el derroche y el despilfarro. Si tiene la dicha de conducir un automóvil lujoso entre los baches de Tegucigalpa o en participar en una fiesta, no se olvide de compartir. Hasta cuando experimentamos la alegría de dar caemos en cuenta de la importancia relativa de las cosas materiales.

Aprendemos a ser responsables a través de muchas pequeñas obras en el día a día. Cuando ahorramos agua o luz eléctrica pensando en los que no tienen. Cuando retrasamos o recortamos un gasto que nos parece innecesario. Somos responsables con nuestro país cuando aprendemos a compartir, en tiempo y recursos, dando no de lo que sobra sino de lo necesario. Muchas veces puede bastar un viaje por un antiguo barrio para ver la necesidad de ayudar y suplir tantas carencias ajenas.