En un rincón de Cantarranas, donde el sonido de motores desgastados se mezcla con el bullicio cotidiano, Jonathan Aguilar, un joven de 28 años apasionado por la mecánica automotriz, lucha contra algo más complejo que un motor dañado: la pérdida de su vista. Su historia, publicada recientemente por EL HERALDO, no es solo una tragedia individual, sino un reflejo de una falla sistemática y persistente: el abandono estatal en temas de salud y apoyo social.
Desde los 15 años, Jonathan soñaba con ser mecánico. No pide lujos, solo una oportunidad para ganarse la vida dignamente. Pero en 2020, su visión comenzó a deteriorarse. El diagnóstico fue contundente: neuropatía óptica.
El tratamiento es costoso, y como ocurre con demasiados hondureños, la falta de recursos económicos selló su camino hacia la oscuridad. Aquí es donde debemos detenernos y reflexionar: ¿cuántos Jonathan hay en Honduras? Jóvenes llenos de potencial cuyas vidas se ven truncadas no por enfermedades incurables, sino por la pobreza y la indiferencia institucional.
El caso de Jonathan no debería inspirar solamente solidaridad; debería provocar indignación. En un país donde el acceso a salud visual especializada es casi un privilegio, las campañas de ayuda solidaria se han convertido en parches temporales para problemas estructurales. La salud en Honduras, en especial en zonas rurales o semiurbanas, sigue siendo un lujo, no un derecho.
Lo que más duele de estas historias es que se repiten. La falta de un sistema de salud inclusivo, eficiente y accesible sigue cobrando víctimas silenciosas. Mientras tanto, quienes podrían cambiar las cosas -desde los despachos públicos- permanecen ciegos, no por enfermedad, sino por indiferencia. Jonathan hoy pide ayuda para recuperar su vista, y con ella, sus sueños.
Apoyarlo es un acto noble, pero más urgente aún es alzar la voz por reformas profundas que eviten que la historia se repita. Porque un país donde los jóvenes pierden la vista por falta de atención médica, también está perdiendo su futuro.