Hace algún tiempo, un estudiante me cuestionaba sobre si los cambios estructurales en una sociedad se originan desde el poder o desde la sociedad. Una pregunta tan profunda, originada en un estudiante que no sobrepasaba los 20 años de edad, me llamó mucho la atención, sobre todo viniendo de una juventud desconectada en absoluto de la realidad de su entorno.
Está claro que no existe una única fórmula para explicar los cambios estructurales o trascendentales en el seno de una nación. Existen muchos ejemplos de cambio (entendemos un cambio en sentido positivo), impulsados desde el poder, y sin entrar en debates sobre los mecanismos empleados o la ideología de quienes impulsaron estos, citaremos algunos referentes: Brasil, bajo la presidencia de Lula da Silva es el caso más reciente y paradigmático en Latinoamérica; Alberto Fujimori en Perú, en la década de los noventa; Vietnam, con un crecimiento vertiginoso en los últimos 20 años, como producto de las reformas impulsadas en 1986 en el VI Congreso del Partido Comunista de Vietnam, conocidas como Doi Moi (“Renovación”); o el caso de Panamá, cuyo crecimiento sostenido durante los últimos 20 años ha permitido proyectar que para el 2016 su ingreso per cápita, de acuerdo con organismos como el FMI, se acerque al de los países desarrollados.
En el otro extremo, como ejemplo de cambios que han sido impulsados desde la sociedad, desde la ciudadanía, encontramos la revolución cubana de 1959; la transición a la democracia en Chile a raíz del referéndum de 1989; la revolución naranja en Ucrania en 2004; o, para poner un ejemplo de reciente data, la primavera árabe, que representa los movimientos sociales más trascendentales de los últimos años en dicha región del mundo (Túnez, Libia, Egipto, Siria, entre los más importantes).
En cualquiera de las vías, se requiere una indudable y muy sólida convicción de los actores o impulsores principales en lo que se está haciendo, pues de lo contrario las fuerzas conservadoras que se oponen a los cambios, de índole derechista o izquierdista, lograrán mantener el statu quo incólume.
En el caso nuestro, está claro que hasta la fecha, desde el poder no ha existido voluntad de realizar cambios. Por el contrario, en el gobierno de Lobo Sosa se ha profundizado el descaro institucional, que ciertamente venía desde la administración Zelaya Rosales.
No obstante, en los últimos dos años y medio, tanto desde el Poder Ejecutivo como desde el Legislativo, se han rebasado todos los límites conocidos hasta entonces. La corrupción ha aflorado extraordinariamente, y lo más escalofriante, la desfachatez para afrontar las interminables denuncias de corrupción por parte de la primera línea de gobierno es asombrosa.
Entre los casos más conocidos, citamos a título enunciativo más no exhaustivo los siguientes: alquiler de lanchas por parte de la Secretaría de Defensa; contrabando de arroz; venta de equipo como chatarra; contrato de 16 años para compra de energía por razones de emergencia energética; corrupción policial, destapada a raíz de los asesinatos hace un año de dos jóvenes universitarios por la actitud valiente y decidida de Julieta Castellanos, madre de uno de los asesinados; y el último intento, frenado por la Corte Suprema de Justicia, el de las ciudades modelo.
El gobierno actual, en un intento de distraer la atención de la sociedad a su incapacidad para la solución de los graves problemas que nos aquejan, inició desde hace unos meses una campaña mediática para generar cortinas de humo. Mencionaron la construcción inminente de la terminal aeroportuaria en Palmerola; la construcción de las ciudades modelo; y lo más asombroso, la construcción del ferrocarril interoceánico.
Todos esos proyectos son loables y necesarios para darle un impulso a nuestro país. Pero no creo que exista nadie con un mínimo de sensatez y equilibrio que le crea a Lobo Sosa y a Juan Orlando Hernández su capacidad e interés en llevarlos a feliz término, principalmente porque estos proyectos insignes y de gran envergadura se impulsan desde el primer día de una administración, y no se sacan de la chistera en el ocaso de la misma. Concretamente respecto a las ciudades modelo, desde siempre supimos que la propuesta era inconstitucional. La discusión, a mi juicio, no radica en ello. En lo personal, soy del criterio de que esa no es la forma de sentar las bases del desarrollo en nuestro país.
Es absurdo (y refleja desconocimiento e ignorancia) comparar Hong Kong o Singapur con esos proyectos. Ni son similares ni se originaron de la misma forma, ni poseemos las condiciones de sendos casos, citados por los propios impulsores del proyecto. Por ello estuve en contra desde el principio. Y para acentuar la gravedad del tema, el propio Paul Romer, padre y defensor de la idea, se vio en la obligación de publicar en el periódico The Guardian del Reino Unido que se retiraba del proyecto de las RED, por la escasa garantía de transparencia en el proceso y por cambios realizados respecto de la idea original.
Al final, lo que se vislumbraba es la inminente malversación de 15 millones de dólares que serían aprobados para “la construcción de infraestructura básica”, aunque el mayor monumento al cinismo es la declaración de Lobo Sosa, una vez conocido el fallo, de decir que las plazas de empleo “se las soliciten a la CSJ”, queriendo aparentar que la panacea al desempleo en Honduras y a todos su males era esta incoherente propuesta.
Cuando los cambios se originan desde la sociedad, se requiere una población con un alto grado de conciencia de ciudadanía, beligerante y en donde la acción colectiva, entendida como la “unión de las fuerzas de los ciudadanos corrientes para enfrentarse a las élites, a las autoridades y a sus antagonistas sociales” (Sidney Tarrow), exista como tal.
Lamentablemente nuestro país carece de esa ciudadanía. Nunca hemos tenido esas características, y de hecho durante los últimos años las permanentes denuncias de corrupción se han debido a las unidades de investigación de los medios escritos de comunicación, que han asumido un papel que en principio no debería corresponderles, pero que se agradece ante la pasividad, tolerancia e indiferencia de la población y la incapacidad, complicidad y parsimonia de los entes contralores que, a mi juicio, deberían desaparecer por su demostrada e histórica insolvencia, y reformularse completamente.
Las elecciones internas están a la vuelta de la esquina, y creo nos estamos jugando la última carta para rescatar Honduras del nauseabundo hoyo en el que se encuentra. ¡Tenemos que ir a votar! El voto racional debe primar sobre el voto emotivo, y se deben elegir a los candidatos con mejor preparación, visión de nación y con experiencia demostrada.
Si ejercemos el voto en función del salvaje clientelismo político, en función de la burda y tercermundista publicidad, atendiendo a cantos de sirena de personajes que ya han ostentado el poder público pero que se venden como nuevas opciones políticas en claro desconocimiento a su pasado reciente, o condicionada por un sin sentido y absurdo fundamentalismo ideológico, tanto de izquierda como de derecha, estaremos construyendo la lápida de nuestra Honduras. Que la sensatez, la claridad y el análisis prevalezca en el electorado. La responsabilidad es nuestra.