Por: Scott Mowbray/ The New York Times
El largo trayecto desde el aeropuerto internacional hasta la ciudad de Yogyakarta, en la isla indonesia de Java, tiene al menos la virtud de aliviar al viajero con jet lag a través de una zona liminal de llanuras de arrozales y colinas selváticas. Luego la metrópolis se cierra y todo es actividad y un caluroso caos urbano tropical. Las calles vibran con un montonal de motos en lo que antes se apodó “kota sepeda”, la ciudad de las bicicletas.
Sólo un diminuto porcentaje de los millones de personas que acuden a Bali hacen un viaje secundario a Yogyakarta. Es un lugar de efervescencia cultural e intelectual, repleto de universidades y gobernado por una venerada familia real. No es fácil de describir, lo que la convierte en una gran ciudad para explorar.
Lo primero que notas, después de las hordas de motos, son los puestos de comida, los warungs, que van desde pequeños puestos hasta restaurantes hechos y derechos al aire libre.
Pasé más de dos semanas explorando Yogya, empezando por la comida. Me guió Tiko Sukarso, de 39 años, un trasplantado de Yakarta que dirige una especie de club de cocina pop-up. Comí fideos fritos (bakmi goreng) en este warung, pollo frito no de corral (ayam goreng kampong) con sambals dulces y picantes en el siguiente. Para un desayuno encontré el warung de Bu Sukardi, que prepara tofu temblorosamente blando en una infusión ardiente de jengibre y azúcar de palma (wedang tahu).
Una noche, para mostrar el lado más formal de la comida de Yogyakarta, Sukarso se reunió conmigo en el ornamentado restaurante javanés Griya Dhahar RB, situado en elaborados pabellones con sillas de teca tallada, donde comimos platillos clásicos como brongkos telur, un guiso de leche de coco con frijoles, tofu, huevos hervidos y una hierba amarga llamada melinjo.

“Nos encantan los cacahuates”, dijo Sukarso. “Nos encanta algo graso con salsa, como salsa de cacahuate sobre gado gado o lotek” (esas son ensaladas). “Eso yace en nuestro paladar medular. Algo tipo nuez, cremoso, grasoso, dulce, algo fermentado”.
Entre comidas, fui a museos, galerías de arte, una inmensa muestra anual de arte contemporáneo, un mercado matutino, innumerables cafés para tomar la bebida revitalizante helada, un espectáculo de danza clásica y un cabaret de travestis en un espacio sobre el piso dedicado a ropa musulmana en el emporio de batik más famoso de la Ciudad. El baile involucraba gestos exquisitos con las manos y movimientos corporales vacilantes al ritmo de una orquesta gamelán.
Una de las razones por las que volví a Yogya por primera vez desde la década de 1980 fue la designación en 2023 de una franja de la Ciudad como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO llamada Eje Cosmológico. El sitio fue construido en el siglo 18 por un sultanato que aún gobierna la región. Comprende estructuras, detalles y símbolos de una mezcla de creencias animistas, hindúes, budistas y musulmanas que colocan a Yogya al centro del universo.
El área, envuelta por la Ciudad, parece modesta. Incluye una mezquita baja, un bello complejo de baños y jardines hoy en desuso, y dos pares de banianos sagrados. En su centro se encuentra el Kraton, un palacio de varios edificios en terrenos plantados con árboles, aireado y elegante, parte del cual es ocupado por el décimo sultán de Yogyakarta y su administración. Un edificio alberga una exhibición animada sobre los ciclos y rituales de la vida javanesa. En un pabellón abierto, se realizan diariamente espectáculos de danza y títeres, el más hermoso de los cuales es un baile de práctica los domingos por la mañana, donde los intérpretes reciben instrucción de maestros —una experiencia íntima de presenciar.
La cultura de Yogyakarta es intrincada, introspectiva, rítmica, atenta a la simbología, y siempre necesitada de una buena decodificación.
Para disfrutar de un espectáculo impresionante, hay que dirigirse a los antiguos complejos de templos afuera de la Ciudad llamados Prambanan y Borobudur, dos magníficas construcciones que honran religiones relacionadas, construidas en un lapso de 100 años por reinos relacionados, pronto destruidas y abandonadas, luego descubiertas, restauradas y ahora atesoradas, cada una de ellas declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Prambanan es una gigantesca colección de estructuras hindúes de piedra volcánica, que data del siglo 9. A sus templos más grandes, rodeados de relieves tallados, se sube para entrar a las salas que contienen estatuas de Shiva, Ganesha y más. El sitio fue destruido en su mayoría poco después de su construcción, probablemente por la erupción del cercano y aún activo Monte Merapi. De los 240 templos originales, sólo se rearmaron unos cuantos, por lo que el sitio está lleno de pilas de escombros. Es un lugar donde el universo de la creatividad humana enfrenta la destrucción creativa si no del destructor Shiva, al menos de la tierra misma.
A unos 50 kilómetros, aún más cerca del volcán, se encuentra Borobudur, el templo budista más grande del mundo. Probablemente también fue construido en el siglo 9, para ser abandonado después de unos cuantos cientos de años en la decadencia del budismo y el auge del islam. Tiene casi 40 metros por lado y 10 niveles de altura. Los visitantes ascienden desde las periferias inferiores, estudiando paneles tallados sobre la tentación terrenal, hasta la cima sin adornos, que representa la iluminación, donde hay tres niveles rodeados por 72 grandes estupas huecas en forma de campana, que contienen figuras de Buda.
Después del eje y los templos, me reuní con Siti Adiyati, de 72 años, una famosa artista de linaje real local. Cuando le pregunté sobre el Eje Cosmológico, me invitó a su casa. En el pabellón exterior de su complejo, había dibujado una enorme infografía en una pizarra. Allí estaba el Kraton y sus accesorios cósmicos, incluyendo ocho puertas de significado simbólico. Observa, dijo, cómo el eje apunta al norte, al voluble Merapi. Al sur está el mar abierto, hogar de una diosa que ocupa un lugar destacado en la mitología local. Había una caricatura de un cuerpo humano, relacionada con gestos de origen hindú y budista que Adiyati aprendió como estudiante de danza javanesa cuando era joven.
“Esto”, dijo, indicando con la mano su intrincado trabajo y riendo, “soy yo”. Con lo que también se refería a su Ciudad.
“Yogya es más tranquila, más lenta, más suave; es diferente. Es una Ciudad pequeña, pero a lo grande”, dijo Nona Yoanisarah, de 32 años, una artista que tiene un segundo trabajo mejorando los resultados de inteligencia artificial para una empresa estadounidense.
Para sentir eso, uno debe recorrer a pie los kampongs. Estas son las aldeas dentro de la Ciudad, grupos de casas laberintos de calles estrechas.
Uno de mis kampongs favoritos incluye el área al este del mercado Pasar Ngasem, una zona variada en su arquitectura al chocar con antiguas murallas y edificios reales. El otro es el kampong cerca de la mezquita Masjid Ghedhe Mataram en la zona del barrio antiguo de Kotagede. Vale la pena visitar esta mezquita del siglo 18, la más antigua de la Ciudad, por el estilo arquitectónico de sus puertas y muros, que incorporan motivos hindúes.
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