Siempre

Reforma agraria

La historia de Víctor Mosquera, un vigilante de Cali, Colombia, es el ejemplo que cuando hay oportunidad, la creatividad se desborda

15.11.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Doré las presas de pollo en un poco de aceite de oliva. Luego las puse a cocinar en cerveza, condimentadas con ajo, cebolla, paprika, orégano, pimienta y sal. Las retiré cuando estaban cocidas e hice una reducción con el caldo en el que las cocí. Recordé la historia de Víctor Mosquera, por el aroma de la cocción.

Él era un vigilante en Cali, Colombia, en el año 1955. Vivía con su esposa y varios niños en condiciones precarias en un ranchito de bambú levantado en el lote de una construcción, donde trabajaban como vigilantes de obra. Él y su esposa iban de proyecto en proyecto, haciendo esta labor, año tras año. Así era su vida.

Betsabé preparaba comidas para los obreros de las construcciones. Víctor ganaba algo de dinero ayudando durante el día en oficios varios.

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Cuando la reducción del caldo estuvo lista, calenté las presas de pollo en esta deliciosa salsa, y las serví acompañadas de abundantes verduras frescas.

El propietario de la vivienda en construcción se conmovió al ver las condiciones de vida de esta familia y les ofreció ir a trabajar como encargados de su pequeña finca de recreo en Miranda, departamento del Cauca, Colombia, donde podrían tener mejores condiciones de vida para los niños. La familia Mosquera se trasladó, y comenzó a trabajar como lo hacen los mayordomos en Colombia: cuidado de una modesta piscina, mantenimiento de los frutales y jardines. La finquita de una hectárea está situada al borde de la carretera, tenía un galpón abandonado, que había sido utilizado para la cría de pollos.

Un día, Iván Restrepo -mi padre-, el propietario de la finca, le dijo a Víctor: le vendo esta finca. El sencillo hombre no salía del asombro y planteó que no podría pagarla pues no tenía ni un peso. Esta era la única propiedad de recreo de mi familia, mi padre la había comprado en su juventud. Mi padre, quien era en ese momento un pequeño empresario, le enseñó a Víctor una fórmula: él le financiaría el 30% del valor de la finca, y el otro 70% lo conseguiría con un préstamo que pagaría a plazos, gracias a una línea de crédito del banco agrario estatal creada para la compra de tierras, exclusiva para pequeños agricultores.

Mi padre debía dar por “recibido” el 30%, escriturar la finca a Víctor, para que él a su vez la hipotecara al banco.

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La magia del emprendedor comenzó: Víctor y su esposa Betsabé “sacaron la garra” de empresarios, su creatividad fue estimulada. La finquita se convirtió en el “Balneario el sapo”, donde lo que era la piscina de nuestra familia pasó a ser la piscina de los visitantes del pueblo (Miranda). El antiguo galpón para cría de pollos se convirtió en un bailadero, uno de los hijos se encargaba de la música. Otro de los hijos era mesero. Betsabé ya no preparaba el delicioso sancocho vallecaucano (sopa de gallina) para la familia propietaria de la finca, sino para los clientes. Los jardines se convirtieron en zona de recreo popular y espacio para jugar fútbol.

Con el paso del tiempo, Víctor y Betsabé pagaron la totalidad de la finca, a mi padre el 30% y al Banco el 70%. Ellos educaron a varios de sus hijos en universidades y conformaron un modesto capital que les garantizó la estabilidad económica hasta el día de su muerte. Al menos uno de los nietos de Víctor se graduó en el colegio de los Jesuitas en Cali, quizá más nietos estudiaron en otros colegios privados. ¿Cuál habría sido el destino de los descendientes de ellos si no se da esta “micro-reforma agraria”?

Betsabé cocinaba con gracia exquisita. En la zona donde está ese pequeño terreno crece el bambú, que Betsabé seguramente miraba con nostalgia, recordando los ranchitos en los que vivió por años.

He aprendido a hacer reducciones de caldos. Soy un apasionado de la cocina de carnes en caldo, para luego hacer una reducción y unir la mezcla.

Cuando la “reforma agraria de una hectárea ocurrió” yo no había nacido. Durante mi juventud íbamos ocasionalmente de visita donde los Mosquera. En cada encuentro escuché la misma historia, los recuerdos de la llegada de los Mosquera a este pequeño terreno. Grabé en mi memoria los gestos de Víctor, cuando hablaba de su sorpresa el día en que mi padre le sugirió comprar su finquita.

Retiré los platos de la mesa. Recordé al lavarlos, la labor incansable de Betsabé en la cocina de el “Balneario el sapo”.

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