Siempre

Rudimentos de una casa vieja

La casa siempre está en silencio, pero Chungo puede hablar durante horas. Habla sobre el día en que, siendo un niño, vio entrar por la puerta al entonces presidente Juan Manuel Gálvez
03.09.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Chungo tiene más años de la cuenta para un hombre que no cuenta los años. Usa pantalones coloridos de campana, subidos hasta la “boca del estómago”, botines de cuero relucientes y camisa de botones. Es un viejo de ojos saltones sentado en una silla bajo una casa vieja en una vieja ciudad, pero nadie, absolutamente nadie que conozca, posee una memoria tan virtuosa y precisa.

Tiene la nariz larga y curva, las manos inquietas y una mirada de agua, melancólica, triste. Tiene, además, un diente de oro que prueba sus años de bonanza. Siempre lo recuerda todo, pero, en los últimos años, se recuerda a sí mismo como el hombre que era, como un niño lejano que alguna vez fue feliz en un pueblo pequeño. Vive solo en esa casa vacía, grande, misteriosa. Su itinerario diario es el mismo: se levanta temprano, con el alba, riega y barre el gran patio empedrado donde florece un mango que es la casa de búho. Se sienta todo el día en una silla de plástico con su traje impecable y la pierna cruzada. Bebe mucho. Y cuando lo recuerda, a veces también come.

Sólo están él y la casa. Dos viejos solitarios. Él creció en ella, ella lo vio crecer. Es la casa, su casa, aquella casa grande comprada por su madre por un valor de cien pesos pagados en monedas. Una casa de grandes corredores construida hace siglos, hecha de piedra, adobe, madera y teja. Una casa rodeada de calles pequeñas, de otros edificios igualmente viejos, y un pasado fantasmal que se aferra a sus paredes.

En otro tiempo la casa tuvo también otra vida. Nadie sabe exactamente quién la construyó, cuándo o con qué fin, pero se sabe que, alrededor del siglo VXI y quizá el XVII, fue la sede del Santo Tribunal de la Inquisición. Una pared de adobe la divide del carcomido edificio donde funcionó hace cinco siglos la Real Audiencia de Los Confines, y sólo a un par de metros de la Iglesia de San Marcos y la plaza central de la ciudad.

La casa siempre está en silencio, pero Chungo puede hablar durante horas. Habla sobre el día en que, siendo un niño, vio entrar por la puerta al entonces presidente Juan Manuel Gálvez; sobre cómo salía a recoger monedas en las calles cada vez que llovía en la ciudad (el agua rompía las tinajas enterradas de los ricos y arrastraba sus ahorros por los empedrados); sobre el día que abrió el primer restaurante de la ciudad (El Búnker) a petición de sus correligionarios cachurecos, y cómo aquello lo llevó a cocinar durante cinco décadas para otras personas; o sobre cómo descubrió el secreto mejor guardado de la familia Milla y la historia nacional, casi sin quererlo.

Aquello sucedió una mañana de escuela. Él era un renacuajo que apenas sabía leer y escribir (nunca le gustó el estudio), pero tenía como profesor a uno de los más brillantes personajes de la escuela pública hondureña; Jesús Milla Selva, graciano, como él. Esa mañana Milla Selva no asistió a clases, y él no dudó en caminar un par de cuadras hasta la casa del maestro. Al llegar escuchó un leve sollozar de lamentos contenidos. Su profesor había muerto, pero sus familiares -concentrados en el suceso-, no repararon en su presencia, y aseguraban que no podían enterrar a Milla porque no tardaría en revivir: lo había hecho una y otra vez en Gracias y en Tegucigalpa. La catalepsia era así, nunca se sabía cuántas veces habría que morir para morir de verdad.

Ahora todo aquello parece sólo niebla, pasajes ya borrados de una vida agitada. Afuera de la casa el mundo sigue dando vueltas, adentro, sólo quedan recuerdos.