Siempre

escaleras al cielo de medellín...

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06.12.2017

L os pasos se escuchan jadeantes y la muchedumbre hace ruido por todo. Hay algunos turistas, pero la mayoría son aquellos paisas nacidos en el nervio del barrio Acevedo, en la comuna de Castilla; esta es una de las últimas estaciones de la línea A del Metro de Medellín, ese veloz gusanillo que se resbala por mil vagones desde 1995 para sumar más de dos mil millones de viajes en toda su historia.

Rápido. La gente camina rápidamente. Estamos en una de las zonas más deprimidas de Medellín: el cono nororiental. Se ven callejones oscuros que intentan serpentear la pobreza y casas de cien colores, un arcoíris que procura darle vida a la olvidada barriada. Sin embargo, contrario a lo que se podría creer, delincuentes no abundan por acá.

Desde 2004 que se construyó el Metrocable se dio un hecho insólito: la alcaldía y las bandas que controlan el negocio del narcotráfico en estos suburbios llegaron a un acuerdo de “cuidar” la imagen de esta irregular franja de tierra enclavada en el Valle del Aburrá para que cada una de las góndolas atadas a un cable sirva de imán y atraiga a turistas y comerciantes. Porque después de caminar unos cuantos pasos, sortear a más de un vendedor ambulante y mirar disimuladamente el gigante vestido de montaña que se erige frente a sus ojos, habrá que llegar a la Línea K del Metrocable. Y comienza una novedosa aventura...

Vamos todos...

La revista El Faro lo llamó en 2014 el “teleférico de los pobres”. Y razón no le faltó. Una publicidad oficial definió este sistema de transporte como “cubos de esperanza que tocan el cielo”. Cuando te subís a este pequeño carruaje aéreo empezás a devorar con la mirada los raspados cerros del “Medallo” paupérrimo, que disimula sus carencias con el antídoto de siempre: el fútbol. Abundan las casas pintadas con la bandera verdiblanco de Atlético Nacional, el equipo más popular de Colombia, y en la otra cuadra hay una bandera del DIM, el clásico de la ciudad.

Nadie sabe cómo llegaron hasta ahí, pero las típicas casas de ladrillo sin repellar se apoderan rápidamente de un paisaje irregular. Están construidas literalmente en una ladera en la que gobiernan el desorden y la desesperanza. También hay muchas a las que apenas les alcanzó una lámina vieja. Y mientras avanza el teleférico de los pobres, los carros se vuelven de juguete y las personas amenazan con desaparecer en la nada. “En Medellín, los que viven más arriba de los cerros casi siempre son los que acaban de llegar, los más pobres y vulnerables, que contemplan hacia abajo un manto rojo que pareciera no tener fin”, escribió El Faro.

Y aunque parezca increíble, esta máquina sin alma viva llegó a hacer las veces de tramoya teatral para despertar el sentido de pertenencia de una desamparada comunidad, otrora feudo de los más violentos jefes de una mafia que los mantuvo en el descuido por tanto tiempo.

Estaciones con bibliotecas y hasta escaleras mecánicas al aire libre, antes de llegar a la Línea L acá la dignidad viste de gala a los vecinos de las zonas más pobres de la segunda ciudad colombiana.

Y el colofón es...

Pero que nadie se desespere porque la recompensa está por llegar. Casi 10 minutos después, y luego de hacer transbordo en la estación Santo Domingo para coger la Línea L aparece frente a vos el Cable Arví, que dentro de un momento te llevará al otro lado del mundo, a las 16 mil hectáreas de la reserva natural Arví, una inmensidad en la que habitan cinco parques ecológicos que sirven de pulmón para la de por sí ya montañosa ciudad de Medellín.

La inmensidad impresiona. Y el agradecimiento al Metrocable es eterno. Hay un largo canopy y hasta un inmenso lago de agua dulce. ¿Cómo puede llegar hasta acá si no es por aire? Sí, el Metrocable cambió la forma de ser de Medellín