Crímenes

Grandes Crímenes: El castigo de los siete, parte I

Se dice que no hay amor más grande que el que se siente por un hijo
16.11.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Cuando encontraron a Luis, era de madrugada. Estaba tirado en una cuneta en la carretera vieja a Olancho, más allá de la colonia Sagastume. Lo habían torturado, le arrancaron las uñas, le quebraron las piernas y lo estrangularon con un torniquete.

El papá le dijo a la Policía que su hijo no se metía con nadie; los agentes pudieron confirmar estas palabras. Además, los vecinos dijeron que Luis se dedicaba a atender su mercadito, iba a la universidad, a veces jugaba fútbol y tenía una obligación cada sábado: darles de comer a diez o doce indigentes que merodeaban por el barrio. Era como si le devolviera a Dios parte de las bendiciones que le había regalado. Sin embargo, aquella tarde, parece que Dios se olvidó de él, a menos que ocupara un ángel más en el cielo, lo que parece improbable.

Los muchachos que llegaron al mercadito eran cuatro. Uno de ellos era alto, fornido, con talla de exmilitar o expolicía, y daba órdenes como si estuviera acostumbrado a mandar. Los otros tres eran casi unos adolescentes, pero iban armados con pistolas, a excepción del primero, que llevaba en la mano lo que podría ser una Uzi. Es lo que supusieron los agentes a partir de las declaraciones de los testigos.

Entraron al mercadito, luego de bajarse de una camioneta Nissan Pathfinder, y se dirigieron a Luis, que atendía a una muchacha.

“Ajá, hijo de p… –le dijo el que parecía el jefe–, ¿cómo es que nos echaste la jura? Ahora vas a saber que con nosotros no se juega.

Le dio un golpe en la frente, lo agarró del cuello y se lo llevó. Lo tiró en la parte de atrás de la camioneta y desaparecieron de allí. Cuando su papá se dio cuenta, se vino inmediatamente de Santa Bárbara, pero en muchas horas, nadie supo nada de Luis. Y la Policía menos.

“Tenemos que esperar veinticuatro horas –le dijeron–, es el tiempo que la ley da para declarar a una persona como desaparecida”.

“Pero, es que se llevaron a mi hijo, señor. Revisen las cámaras de la zona y vea si pasó por allí esa camioneta… Ayúdenme… Es mi hijo”.

“Señor, la ley es la ley y tenemos que esperar veinticuatro horas”.

El señor, un hombre alto, blanco, gordo y de pistola al cinto y sombrero, pateó el suelo.

“Dígame –le dijo el policía de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI)–, ¿usted sabe por qué esa gente se llevó a su hijo?”

Lo miró el señor, apretando los puños y rechinando los dientes, y, después de varios segundos en los que pareció que iba a estallar de la cólera, le dijo:

“Semejante imbécil, ¿cómo voy a saber eso?”.

“Más respeto a la autoridad, señor”.

“Que te respete tu abuela, inepto desgraciado”.

“Lo voy a detener por faltas a la autoridad”.

“No te levantés de esa silla si querés ver el sol de mañana”.

El valiente policía, acostumbrado a obedecer, obedeció. Uno de sus compañeros dice que se orinó en la silla. Él dice que solo es que estaba sudado, pero recuerda a aquel señor de forma que lo hace temblar:

“Era el diablo ese viejo –dice–; yo estoy seguro de que si me movía de mi silla, ese don me metía un tiro en la frente”.

“Bueno –le pregunto–, ¿y por qué entró armado a su oficina?

“Los preventivos, usted, que nunca están alertas; solo pasan con ese teléfono y enamorando sirvientas”.

“Más respeto a la autoridad –le digo–; y a las sirvientas”.

A eso de las dos de la mañana, volvió a ver al señor. Esta vez, el hombre lloraba. Su hijo estaba en aquella cuneta. Había sido asesinado de la peor forma.

“Le doy un millón –le dijo al oficial–, si me ayuda a encontrar a los que le hicieron esto”.

“Señor –replicó el oficial, levantando olímpicamente la cabeza, lleno de natural dignidad–, hacemos nuestro trabajo porque es nuestro deber y nadie tiene que pagarnos nada”.

“No se ofenda, pero si me ayuda, solo deme su número de cuenta…”.

El papá de Luis todavía guarda el papelito en el que el dignísimo oficial de la Policía Nacional le escribió el número de cuenta, con números grandes y claros, para que el señor no se equivocara.

Policía

Tres testigos aceptaron ver algunas fotos, por si estaba entre ellos alguno de los asesinos de Luis.

“Este se me parece al que los mandaba” –dijo la muchacha que compraba leche, pan y huevos.

“¿Está segura?”.

“Sí, solo que en persona se veía más gordo, a lo mejor era por el chaleco que andaba; pero, sí, estoy segura de que era él”.

Los policías no tardaron en traer a la mesa una ficha en la que estaba una foto más reciente. La mujer lo reconoció de nuevo.

“Fue militar –dijo uno de los detectives–, del Regimiento de Caballería Blindada. Le dieron de baja porque golpeó a un cabo en una cantina en San Lorenzo. Después, se dedicó al contrabando de cigarros y lo capturaron en Pavana con un camión lleno… Pero salió… Tiene entrenamiento especial”.

“Aquí hay algo más –dijo, un segundo agente–; se dedicó por un tiempo al robo de camarón, en las fincas del sur, y lo detuvieron en Talanga con varias reses robadas. Pero, igual, lo dejaron libre, y ahora lo encontramos aquí, asesinando gente”.

“Busquen a los informantes y que nos ayuden a localizarlo, si es que pueden”.

El oficial tenía que justificar su trabajo. Don Luis le había depositado un dinerito en su cuenta.

El muchacho

Era, como la mayoría, un soñador. O, tal vez debo decir, como la minoría, porque en estos maravillosos tiempos que corren, a los jóvenes no les preocupa el futuro, aunque les encanta comer, divertirse y lucir ropa de marca y el celular de moda; dejan el estudio, o son estudiantes mediocres, y se dejan mantener por los padres porque, al fin de cuentas, los padres los aman, y para eso son los papás, para cuidar de los hijos. Conozco a uno que tiene sesenta y dos años, no se casó y vive con el papá y con la mamá, dos ancianos que ya no pueden ni con los años que llevan encima, pero él, a pesar de que es profesional universitario, ni trabaja ni sirve para nada, aunque sí joroba a la pobre señora que tiene que darle su desayuno antes de las siete, con jugo de naranja fresco, huevos con la yema en su punto, tortillas recién hechas, café caliente, frijolitos refritos y, ¡ay! de la señora si los plátanos le llegan quemados.

Pero Luis no era así. Luis era trabajador y tenía muchos sueños.

“Papá –le dijo a su padre–, me voy a estudiar a Tegus, pero no quiero ser carga suya; ayúdeme para poner un mercadito, o algún negocio que me sirva para mantenerme y para prosperar por mis propios medios, y yo le prometo que en dos años le pago lo que me preste”.

Y el papá, ilusionado con que su hijo se hiciera hombre responsable y exitoso en la capital, le dio dinero, y Luis puso un mercadito, bien surtido, que pronto hizo una buena clientela.

Abría temprano, barría él mismo la acera, mojaba la calle para aplacar el polvo, recibía a los proveedores y luego se iba a la universidad. Estudiaba Derecho. Cuando venía, atendía personalmente a sus clientes, pero, un día, uno de los dos empleados que tenía le dijo:

“Mire que le trajeron este papel con esto…”.

Luis agarró el papel, lo desdobló y vio en él escritas unas letras en tinta negra. Y, en una esquina del papel, había una bala de AK-47.

“Señor Luis –decía la nota, escrita en correcta caligrafía–, llame a este número para que nos pongamos de acuerdo con la aportación que tiene que hacernos por beneficiarse de la colonia con su negocio. Llame antes de las nueve de la noche”.

Luis no llamó.

A la mañana siguiente, le llegó otro papel. Estaba barriendo la acera cuando una moto se detuvo frente a él. Se bajó una muchacha baja y delgada que no se quitó el casco.

“Segunda vez que te visitamos –le dijo–; o llamás y te ponés claro o te atenés a las consecuencias”.

Dicen los detectives que la nota tiene una particularidad especial. Fue escrita por una persona con instrucción académica, educada y que sabe expresarse. La muchacha tenía un vocabulario especial.

Pero, en esta ocasión tampoco Luis llamó al número que le dejaron; hizo todo lo contrario: llamó a la Policía. Y los policías le dijeron que era lo mejor que podía hacer porque pagar era estimular el crimen, y que él era un ciudadano correcto y valiente, y que ellos lo iban a proteger y que tuviera la seguridad de que esos delincuentes jamás se le volverían a acercar.

Esto lo dice uno de los empleados del muchacho.

“Pero, dígale a su papá” –lo aconsejó.

“No; no lo quiero preocupar. Mi papá está en la reventa del café y ahorita tiene la cabeza en otra cosa. Yo voy a resolver esto. Además, la Policía me va a ayudar”.

“¿Usted cree eso? –le preguntó su empleado.

“Ellos me dijeron”.

“Ay, Luis, si usted espera que eso sea verdad, mejor le aconsejo que cierre el mercadito y se regrese a su pueblo; o que les pague… Mire que, por lo que le dijeron los polis, esos no son pandilleros ni mareros… Son de otro tipo, y no lo van a perdonar si no les paga”.

“Pero, ¿cómo les voy a pagar si lo que me gano aquí me cuesta? Bien sabés vos cómo trabajamos para que el negocio prospere…”.

Esto lo hablaron el día anterior. En la tarde siguiente, aquellos hombres se llevaron a Luis. Nadie volvió a verlo con vida.

“Ayúdeme a encontrar a los asesinos, por favor”.

“En eso estamos, don Luis”.

“Mire, le voy a depositar otra parte, pero ayúdeme…”.

Continuará la próxima semana