Ese es el mensaje que nuestra Cancillería ha permeado exitosamente, agregando que el problema no es nuestro, pues ni la producimos ni la ¿consumimos?
¿Y los capos de la droga gringos?, esa es la pregunta que muchos centroamericanos se hacen. El hecho de que el mercado de narcóticos en Estados Unidos de América sea tan importante y factor central en el flujo de drogas por nuestros territorios, ha llevado a concluir que las formas y modos de funcionar del narco en ambos lugares son iguales. De ahí la pregunta, razonable en apariencia, de ¿dónde están los capos de allá?
La presunción de que allá hay capos grandes y poderosos como aquí lleva a concluir que los estadounidenses no quieren detenerlos y, por lo tanto, que son unos cínicos e hipócritas. Por su parte, los estadounidenses asumen que todos los problemas son producto de la corrupción imperante de esta región y que nosotros podríamos parar los flujos de drogas si de verdad nos lo propusiéramos.
En EUA hay una dualidad: el enorme número de personas en la cárcel acusados de delitos relacionados con las drogas (más de dos millones), frente al evidente desinterés por terminar con el consumo de las mismas. Según algunos cálculos, el gobierno americano gasta 70 veces más en publicidad contra el tabaco que contra las drogas ilegales.
Por lo que toca a los “grandes” capos, la realidad no podría ser más contrastante. Aquí en Honduras, en Centroamérica y en México, todo es grande: la burocracia, los sindicatos, los partidos políticos, las empresas; no hay razón para suponer que los narcotraficantes serían algo distinto. Mientras que en estos lares grandes organizaciones manejan el movimiento de cargamentos de estupefacientes, allá las drogas se distribuyen por medio de pandillas que corrompen a funcionarios relativamente menores. Es decir, allá no hay capos grandes sino muchos grupos descentralizados. No es que uno sea bueno y el otro malo, sino que se trata de estructuras que reflejan realidades diferentes.
La queja de los estadounidenses reside en que la corrupción centroamericana y mexicana permite que las drogas fluyan y que si no hubiera corrupción no habría drogas. Sin embargo, las drogas cruzan la frontera estadounidense porque hay individuos que se corrompen y permiten su paso: la diferencia es que allá son personas, a diferencia de instituciones y estructuras, las que se corrompen. Aquí tenemos entidades enteras -gobiernos locales, corporaciones policiacas, aduanas completas- que son penetradas. Las instituciones estadounidenses son tan fuertes que permiten que, a pesar de la presencia de manzanas podridas, no se mine el conjunto; las nuestras son tan débiles que la comparación relevante es con castillos de naipes: se quita una carta y todo el edificio se viene abajo.
El cinismo de allá lleva a concluir que somos nosotros, y no sus consumidores, quienes corrompen a sus policías y jueces; el cinismo de aquí lleva a concluir que nuestro problema desaparecería si los estadounidenses eliminaran el consumo.
Algunos como el presidente de Guatemala argumentan que la legalización haría que se evaporara el problema; pero tampoco aquí hay fórmulas mágicas.
Nuestro problema reside en la debilidad de nuestras instituciones, sobre todo las judiciales y policiacas. No hay duda que, de desaparecer todo el consumo y los dineros asociados a las drogas, la capacidad de corromper y matar de las organizaciones criminales disminuiría; sin embargo, sin estructuras policiacas y un sistema judicial plenamente funcionales, el problema de la criminalidad seguiría existiendo.
Una vez que existen organizaciones criminales, su negocio es el crimen, no las drogas: las drogas pueden ser el negocio más rentable en la cadena de valor criminal, pero ahí está la extorsión, el secuestro y otras líneas de negocio que no dependen del consumo de drogas en EUA. El punto relevante es que nuestro problema es interno y sí es nuestro.
Empero, lo que es incuestionable, es que sin la ayuda de los gringos no podremos salir del atolladero. Ojalá que la recién pasada visita del vicepresidente Biden se traduzca en presupuesto constante y sonante, y que no se quede en la pirotecnia retórica de siempre.