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El sexo no se cambia, la familia tampoco

Recuerdo haber visto hace años un video donde un joven entrevista a estudiantes en una universidad en Estados Unidos. El autor del video jugaba un poco haciendo preguntas como las siguientes: “¿Qué pensarías si te dijera que soy una señora de 91 años?” o “¿Estarías de acuerdo en aceptar que soy una niña de origen alemán?” o más aún “¿Soy un perro pastor alemán?”. Los más honestos respondían algo similar a esto: puedes pensar que eres lo que quieras. La verdad es que eres un joven haciendo preguntas tontas en un campus universitario.

No debería hacer falta mencionar que existen características de cada persona que forman parte de su identidad, de su forma de ser. Estas son irrenunciables y no dependen de sus apetencias o inclinaciones. El sexo, la raza, la edad son algunas de estas características que nos ubican en el espacio y en el tiempo de la existencia humana. Con apariencia de libertad y de progreso humano, la ideología de género desde Simone de Beauvoir en 1949, intentó trastocar, destruir mejor dicho, a la persona humana en su concepción de identidad sexual. En unas categorías eminentemente marxistas de opresores y oprimidos mencionaba que la mujer era entonces lo que el hombre quería o había querido que fuese. No había marcado su destino sino que había seguido el camino que el hombre había trazado para ella. Y con ese postulado y otros más radicales (“no se nace mujer, se llega a serlo”; “no todo ser humano hembra es necesariamente una mujer”) las sucesoras de Beauvoir terminaron de perfilar la actual concepción de “ideología de género”. 70 años después, con esa corriente en la cresta de la ola, lo que vemos es que tampoco la mujer es lo que quiere ser sino lo que los defensores de esta ideología quieren que sea.

Cuando leo en los periódicos que supuestos defensores de los derechos humanos promueven el cambio de identidad de género o postulan el matrimonio entre personas del mismo sexo, no puedo evitar recordar algunas tristes historias que en mi amplia experiencia de educador me correspondió vivir. En ninguna de ellas descubrí la tan prometida emancipación o la alegría que los defensores de estas ideologías pregonan con tanta fuerza a los cuatro vientos. Especialmente cuando se trataba de jóvenes, más me encontré con personas confundidas, necesitadas de aprecio y de ayuda para descubrir la belleza y riqueza de su condición de hombre o mujer en proceso de maduración.

Evidentemente todos tenemos derecho, y necesidad, a que se reconozca y promueva nuestra dignidad de persona humana. No es mi intención que estas líneas sean una ofensa para nadie. Pero tanto las evidencias científicas, sociológicas e históricas como antropológicas muestran con claridad que la teoría de género no pasa de esto; de una ideología. Una invención que en lugar de libertad promueve la manipulación de las personas, especialmente de los jóvenes. La democracia propone que respetemos las opiniones ajenas, especialmente las que no concuerdan con la nuestra. Sin embargo, cuando están en juego bienes tan altos como la familia, la educación o el futuro de la sociedad decir las cosas como son, no como nos gustaría que fueran, se convierte en un imperativo.

Basta con echar una mirada a los lugares donde se han propuesto estas supuestas conquistas y preguntarnos si estamos de acuerdo con los valores predominantes en estas sociedades que temen defender ciertos valores por temor a ofender a unos cuantos.