¿Cuáles son las probabilidades que dos personas vecinas en una ciudad de Centroamérica se encuentren por casualidad en una plaza del norte de Europa, sin haberse puesto de acuerdo? La posibilidad ha de ser muy, pero muy remota, tanto que quizás el resultado del cálculo sea un número por debajo de la unidad -con muchos ceros después del punto decimal- y, de llegar a ocurrir, la sorpresa sería mayúscula para ambos individuos, precisamente por lo improbable del suceso.
A mí me ocurrió hace muchos años en la ciudad de Bremen, Alemania, durante el verano y, con el paso del tiempo, he sumado otras experiencias de encuentros casuales, en lugares inesperados y, no pocas veces, con un extraño agregado premonitorio.
La mañana de aquel día me encontraba en Hamburgo, en casa de un pariente y, deseoso de aprovechar mi estadía, decidí que valdría la pena viajar y conocer algo de la cercana ciudad hanseática de Bremen. Así y sin mayor planificación, tomé un tren, bajé en la estación de mi destino y comencé a caminar, sin rumbo previsto y auxiliado por un mapa. Después de deambular por las pocas calles sobrevivientes del centro antiguo decidí descansar en las gradas al pie de la estatua que representa a Rolando (o Roldán), el célebre personaje que falleció en la batalla de Roncesvalles y que se encuentra en la plaza del mercado bremense. Hacía calor y mientras le daba un sorbo a la botella de agua que tenía en la mano, casi escupo el líquido pues no le daba crédito a lo que miraban mis ojos: a unos veinte metros y, con aire despreocupado, se acercaba al sitio mi vecino Alejandro F., alumno del colegio salesiano y compañero de año de mi hermano menor. Él caminaba como buscando algo o a alguien y, no ocultó para nada su asombro, cuando su mirada se topó conmigo, de forma improbable en el lugar menos pensado. “¡¿Migueeeel?! ¡¿sos vos?!”, me dijo, en un claro español catracho, para alejar la posibilidad de que se tratara de un teutón parecido a mí. “¡Toti!” - le respondí, empleando el sobrenombre que utilizábamos quienes le conocíamos desde años. Estando tan lejos de casa, nos saludamos efusivamente, sorprendidos de aquella casualidad que cruzaba nuestros caminos, a tantos kilómetros de distancia. Conversamos un rato, con esa euforia y ruido que caracteriza a los latinoamericanos, mientras la gente nos miraba de reojo, sin entender el porqué de tanto barullo. Él se había alejado del grupo de amigos que le acompañaba cuando se topó conmigo, mientras turisteaba por la localidad. Muchos años después, cada vez que coincidimos en algún lugar o entre conocidos, no deja de sorprendernos aquel encuentro fortuito de dos vecinos, en una tierra lejana y sin premeditación, que favoreció el estrechamiento de nuestro vínculo de amistad.
Algo parecido me ocurrió una década después en el entonces Distrito Federal de México, mientras esperaba para cenar a un tío, en un hotel del centro. En esta oportunidad la serendipia tuvo mucho de improbable también y me permitió recuperar una amistad que ya creía perdida. (continuará).