No ha existido una reacción virulenta por parte de nuestras universidades que se han mostrado indiferentes ante este crimen de lesa patria; no hemos escuchado suficientes voces de parte de nuestros colegios profesionales, especialmente de nuestros abogados, de nuestra Fiscalía y, sobre todo, de nuestra Corte Suprema que, como de costumbre, se llaman ambas a silencio cuando se trata de oponerse por moral y legalidad, a esos caprichos que huelen a azufre, tal como hiede el sobaco de la corrupción.
Los hondureños honestos, los nacidos del vientre de esta Honduras, con amor legítimo por ella, con apego a sus anhelos y ambiciones, con absoluto respeto por sus leyes y sobre todo por su Constitución, no podemos soslayar el asalto flagrante, a la puñalada trapera y al pisoteo de la dignidad del país.
Contrariando la voluntad del cien por ciento en hondureños decentes, se pretende dar un zarpazo a la soberanía nacional, empezando con el regalo de Roatán, la joya turística del país, la cual promete la superación de los isleños con solo el desarrollo acelerado que hasta ahora tenemos, sin tener que hipotecar los intereses legítimos de nuestros compatriotas insulares.
La Ley de Creación de las “ZEDAS”, un mal parto de dos o tres vende patrias, traficantes del honor nacional, así como de la gran mayoría mecánica de 120 títeres en el Congreso Nacional, que van a misa no a expiar sus pecados mortales, si no solamente a decir “amén” a los dictados de su amo político.
Esa ley, indiscutiblemente inmoral e inconstitucional, hiere profundamente el corazón catracho. El atrevimiento de los asaltantes llegó al colmo de modificar la Constitución, violando uno de sus artículos pétreos que establece taxativamente que el territorio nacional es indivisible, por ello, la obligación ciudadana de defender hasta con los dientes esa parcela nuestra, tal como hicimos con los bolsones en nuestra frontera con El Salvador.
Nuestro territorio insular no puede ser vulgarmente cedido a extranjeros bajo vil mentira de que representará el desarrollo mágico, súbito, de nuestros conciudadanos en la isla, empezando porque para poder residir y laborar en esos “paraísos” se requerirá hasta pasaporte especial. Regresan las inolvidables “zonas de la compañía”, reductos exclusivos de funcionarios y empleados privilegiados de las bananeras que constituían, en realidad, reductos autónomos.
Es una monumental falsedad que sobrevendrá una prosperidad masiva, que habrá miles de empleos, no solo durante la construcción de residencias y uno que otro hotel, si no después. La pregunta sería: ¿y después de terminada la construcción, adónde se meterán esos miles de albañiles, carpinteros, electricistas y otros; les van a permitir residir en ellas o crearan una sobresaturación de las humildes zonas residenciales de la isla? Los refugios vacacionales de millonarios extranjeros no necesitarán mano de obra durante diez meses al año, a lo más una aseadora o un jardinero por hora.
Pongamos nuestros ojos en la bahía de Castilla y desarrollemos nosotros con inversionistas serios, otro Cancún, sin tener que bajarnos los calzones y entregar por bagatelas nuestro sagrado territorio nacional. Tiene razón nuestra Conferencia Episcopal y “Mundo” Orellana, ¡BASTA YA!.