Columnistas

La consagración al servicio de Dios data desde que quedaron instituidos como sacerdotes los varones de una de las 12 tribus de Israel, la de Levi, “apartados para el propósito y la voluntad de Dios”.

El poder es lindo, especialmente para quienes sin dominio propio distorsionan el cristal con que lo miran. La sabiduría en nuestra Carta Magna viene desde los vientos republicanos de 1787 y 1789.

Somos un estado seglar: los asuntos de la Iglesia y del Estado no se mezclan. Conquista de nuestro máximo prócer, Morazán, quien no fue ningún ateo, sino un indignado más. Por desafortunadas experiencias mundiales y nacionales, del pasado, se prueba la inconveniencia de permitir la instrumentalización del Estado por autoridades eclesiales.

Por los mismos principios de equidad y transparencia que deben primar en los asuntos públicos. No porque Dios no deba morar en quienes conduzcan las naciones. O porque ellos no puedan proclamar su fe en Él y adhesión a sus mandamientos.

Si más bien eso garantizaría que todo lo harían correcto.

No habría corrupción, para empezar. De ahí que autoridad religiosa convertida, además, en autoridad política volaría todos los anhelos de justicia y paz que como nación nos cohesionan.

Tampoco hay que permitirse la equivocación de creer que un ateo o un agnóstico carecen de la ética y moralidad que cualquier religioso coherente. O que todos los religiosos las poseen.

¿Cómo serían de presidentes de la República, el padre Walter Guillén o el padre Ismael Moreno? ¿Capacidad e identificación con la opción preferencial por los pobres de nuestra Iglesia Católica? ¿O el admirable pastor Evelio Reyes, comprometido con construir “Una Honduras con honra”? Serían presidentes grandiosos, espectaculares.

Pero ni a ellos ni a los feligreses se nos ocurre. Precisamente porque su integridad no se los permitiría. Desde los púlpitos se puede hacer mucho por transformar esta realidad injusta. Pero con coherencia en sacerdotes y pastores. Como la de los tres mencionados.