Por diversas circunstancias todos los años debo preparar palabras que se refieran al Día del Idioma Español. Este año no pude engañar a nadie, mi conciencia de lingüista me impidió afirmar que es la mejor lengua o la más bonita de todas. No hay criterios técnicos para pensar eso. Y no soy de decir las cosas por decirlas o solo para darle pompa al acto.
En cambio hice dos afirmaciones: la primera es que lo mejor de hablar español es que podemos viajar a más de una veintena de países y comunicarnos con casi quinientos millones de personas en nuestra lengua materna sin ningún problema. Lo segundo es que es una de las herencias más auténticas que hemos recibido, de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros abuelos.
A pesar de que la celebración está inspirada en la figura de Miguel de Cervantes y Saavedra, que elevó la lengua a un estrato superior y le dio prestigio, es un poco ingrato que nuestros ojos se vayan casi exclusivamente a la literatura.
En realidad la lengua es más un acto oral, y como tal le pertenece a todas las personas que lo hablan. Incluso a las personas más sencillas y humildes. De hecho, esos fueron los orígenes de nuestra lengua, y no las academias. Al menos en el sentido más estricto.
Recuerdo, por ejemplo, el español de mi abuela Francisca. Una mujer sencilla de pueblo que no tuvo acceso a demasiada educación, pero sí a mucha sabiduría popular. Claro, era una lengua llena de arcaísmos como “pocillo”, “taburete” o la palabra “vide” que usaba en lugar de “vi” como forma de conjugación del pretérito perfecto, y que no es otra cosa que la pronunciación antigua de ese verbo. Que a su vez recuerda a su forma latina “vide”, en otras palabras, a sus orígenes.
Aún antes de dedicarme a las letras, pensar en que mi abuela representaba de alguna manera el camino que había recorrido la lengua siempre me generó un cosquilleo en el estómago.
De sus palabras sencillas, conocí mucha literatura oral. Alguna incluso de carácter panhispánico, como “Pedro de Urdemales”, “Las señas del esposo” o “Juan el bobo”. Así como muchas leyendas y milagros acaecidos a personas conocidas de su pueblo, Yaguacire, o a ella misma.
Así que tal vez en los próximos años se podría incluir en las ideas que se recuerdan en la celebración (también para romper los esquemas) a aquellas personas sencillas, a nuestros antepasados que nos transmitieron la lengua aún con sus “debilidades” y su desconocimiento. Esas personas que hacen el habla más diversa, más compleja, más noble -porque no conoce ninguna distinción-, con sus acentos dulces y particulares.
Y si lo pensamos bien, el mismísimo Quijote está lleno de personajes de habla sencilla, aunque por cierto muy sabia, tal como sucede con muchos de nuestros mayores. Y también el autor, Cervantes, era una persona de una vivísima ingeniosidad, pero no era el más dotado gramaticalmente, además de ser una persona sin grandes pretensiones intelectuales e incluso literarias.
Amar la lengua significa amar todas sus posibilidades, comprender que hay registros, formas, cambios, variaciones y que la lengua, a pesar de su notable madurez, es una realidad que está cambiando permanentemente. Y no hay que olvidar, que es muy seguro que sin esa doctrina lingüística que durante muchísimo tiempo fue materna no tendríamos es esplendor que consiguió posterior y paralelamente nuestra lengua.