En publicaciones en redes sociales y medios de comunicación, conversaciones de cafetín, entrevistas casuales y variados espacios de interacción humana es frecuente escuchar y leer opiniones sobre los principales temas de interés nacional.
A la gente le gusta decir lo que piensa, libremente y sin mayores cortapisas: se sepa o no sobre el asunto del que se trata, expertos, conocedores a medias o legos, cada quien expresa su sentir y punto de vista, valiéndose del mismo código y signos. Hoy sobre una noticia fresca, ayer sobre eventos de la historia reciente, mañana sobre acontecimientos que todavía no revelan su alcance, somos testigos día a día de una marea de mensajes que sube y baja, a veces agitada, otras más o menos calma, pero nunca del todo plácida y tranquila.
De un tiempo a acá, cual mar picado, no hay día en que el intercambio comunicacional no esté crispado, debatiendo sobre los sinsabores de la jornada.
Fluctuando entre extremos que no escuchan al otro ni están realmente interesados en su opinión, la descalificación caracteriza los múltiples encuentros personales y virtuales a los que acudimos.
No importa si se trata de un simple comentario al vuelo o de un inspirado argumento como aporte a un foro, no pasará mucho tiempo para que este sea ripostado con inquina, desacuerdo y hasta procacidad.
Así es, así suena y así se ve la polarización en una sociedad. No solo es la intolerancia a las ideas del otro, su desconocimiento y negación, sino la agresión, militante y sin otra justificación que la mala leche a quienes son, sienten o piensan diferente.
Estas visiones suelen ser tan extremas que no reconocen mérito ni cualidad en sus gratuitos antagonistas: reconocidos personajes han llegado al punto de negar capacidad intelectiva y de acción en quienes no comparten sus posiciones políticas o ideológicas, demostrando con ello no solo sus prejuicios, sino miopía inexcusable.
“Solo son cuatro gatos”, “son tontos, no saben nada”, “no hay que tomarles en serio”, son apenas algunas frases que he escuchado años atrás y que al poco tiempo demostraron ser inexactas. Precisamente, un rasgo distintivo de esta visión sesgada de la realidad es la de destacar y sobredimensionar los yerros y debilidades de aquellos a quienes perciben en las antípodas de sus posturas.
No es extraño, por ejemplo, el cuestionamiento y crítica a los adversarios políticos o deportivos, haciendo caso omiso de las falencias de las dirigencias y las agrupaciones a las que se sigue o pertenece; se ve pues la astilla en el ojo ajeno, pero no se percibe la viga o estaca en el propio.
Escucharnos con empatía es el primer paso para escapar de esta dinámica autodestructiva como sociedad. ¿Cómo lograrlo? He ahí el reto más importante que tenemos ante nosotros para los próximos años.