Columnistas

Enemigos modernos

Fue en 1950 -a mis diez años- cuando la aún pequeña sociedad de San Pedro Sula se horrorizó por la presencia inevitable de un monstruo de asecho invisible, imbatible y prácticamente mortal, la poliomielitis o “polio”, que es una parálisis anatómica que afecta al sistema nervioso a causa de un poliovirus nominado infantil porque quienes la contraen son mayormente niños.

Se transmite por secreciones respiratorias de persona a persona, siendo asintomático pero infectando y destruyendo tal poliovirus las neuronas motoras, proceso que genera debilidad, parálisis flácida y deformidad o muerte si agarrota el diafragma. Octubre 24 es el Día Mundial contra la Poliomielitis decretado por la ONU.Aunque ciertos efectos del virus se conocen desde Amenhotep II (Egipto, 1400 a. C.), no fue sino en 1840 cuando el alemán Jakob Heine lo describió en modo científico y explicó la razón de sus repetidas epidemias en dicho siglo.

Estas empezaron a ser controladas en 1849, cuando el bacteriólogo John Enders cultivó el virus en tejidos de laboratorio, tras lo cual el epidemiólogo Jonas Salk desarrolló una vacuna inyectable. Más tarde (1964) la OMS autorizó una trivalente (contra tres tipos de polio) desarrollada por Albert Sabin y administrada vía oral.

En octubre de 2019 esa institución confirmó la erradicación de la polio en el entero mundo.Recuerdo que en la escuela, iglesia, familia o bajo el mosquitero nos aterraba lo incógnito pues quien yaciera a la par podía portar el virus y transformarnos la vida en desgracia, sufríamos depresión existencial.

Mis pesadillas me retrataban tirado en el suelo sin movimiento ni pasión, invadido por la muerte gélida, imagen de horror, como el que han sufrido en el cercano bienio los niños acorralados por el covid-19 y cuando sus padres se encerraron con ellos casi idéntico que en los relatos de “El año de la Peste” (1722) de Defoe acerca de la epidemia de 1662-1666 en Londres, y en que los fantasmas del alma pasaron a reinar e imperar sobre la mente y psicología de millones de chicos del orbe.

Los psicólogos advierten ahora sobre la monstruosa suma de niños traumatizados por lo incomprendido más allá del gesto de la protección paterna. No salgas, no toques nada ni a nadie, báñate, lávate, desinféctate, moja los zapatos en cloro, tus manos con gel antiséptico, no bajes la máscara, cubre la frente, usa guantes, también hay caretas plásticas, reclama distancia, todo ser vivo es contaminación, el aire es amenazante, las aguas contagiosas, la vista misma puede ser de peligrosidad... Ansiedad, desamparo, angustia, vulnerabilidad y soledad, enemigos de la personalidad estable.

Jóvenes que perdieron la confianza ante un orbe en desastre y a cuyo sensible organismo lo desestabilizó el miedo, primero a la muerte y por el dolor y la enfermedad. Cosa que de algún modo maneja el adulto, conocedor de los equilibrios arbitrarios de la vida o porque ya está resuelto a aceptar la extinción. Pero que es caso opuesto en los infantes invadidos por duda y miedo y que no pueden sino generar lástima por su necesidad de ayuda espiritual.

Deberíamos integrar asociaciones de padres dedicados a proveer apoyo psicológico a quienes, nuevos en el mundo, desconocen su terrible complejidad.