Columnistas

La mayoría de nosotros conoce esta linda canción compuesta por nuestro recordado Guillermo Anderson, que enlista en su letra las variadas posibilidades regionales de ese antojo nostálgico que añoran todos los catrachos ausentes. Como bien citaba Anderson, esta costumbre de enviar regalos comestibles a parientes o amigos viviendo en el extranjero pone en serios aprietos a los pasajeros que los portan, pues deben atravesar estrictas reglas de aduanas y seguridad de aerolíneas para cumplir con el agrado.

En cierta ocasión, viajábamos hacia los Estados Unidos y Nancy, la prima de mi esposa, le confió que tenía antojo de “alborotos”, esa golosina que se prepara con maíz y “miel de raspadura”. Cumplidora, ella compró un par de bolsas y las acomodó en el equipaje de mano. Ya en pleno vuelo, declaró en el formato aduanal que SÍ transportábamos alimentos, aspecto que no pasó desapercibido al inspector norteamericano.

Se trataba de un hombre mayor, simpático, canoso y con anteojos, quien nos demostró su profundo conocimiento de la gastronomía hondureña al preguntar (con marcado acento): “¿Nacatamaleis?, ¿toustacas? ¿quesou?”. Mi esposa le contestó sonriendo: “No. Alborotos”.

El funcionario la miró por encima de sus gafas y ella le explicó de la mejor manera que se le ocurrió: “Honduran’s Cracker Jack. (*) Do you want to try it?” (Cracker Jack hondureño, ¿quiere probarlo?). Él hombre mostró su comprensión y sonrió. “No. Thanks” (No. Gracias), puso un “OK” en el formulario y nos invitó cortésmente a avanzar.

La experiencia anterior fue grata comparada con la de otro amigo hondureño que contempló, impotente, cómo un inspector de aduanas alemán (menos familiarizado con nuestros platillos) prácticamente le “destripó” (valga el término) unos nacatamales, pensando que se trataba de algún alcaloide prohibido. En otra ocasión, este amigo expatriado casi provocó una “catástrofe ecológica” en la Unión Europea al aceptar dos medidas de frijoles que le regaló su mamá antes de partir, para descubrir (un mes y medio después) que el ambiente seco y oscuro de su apartamento, combinado con la estable temperatura de la calefacción habían hecho “retoñar” una prolífica familia de gorgojos que, de no haber sido por un potente insecticida, casi se posesiona de los 82 metros cuadrados de su vivienda (y quizás hasta de la ciudad de Tübingen y del suroeste alemán).

Afortunadamente, la práctica de llevar comida al hondureño nostálgico que vive fuera del país está tan arraigada entre nosotros que varios connacionales se dedican ahora “profesionalmente” a brindar “servicios de encomienda” (transportadores o couriers). Y menos mal que ahora sea así: cuando a la prima Nancy le de antojo de comer atol chuco o empanadas de loroco, ya sabemos a quien podemos acudir.