Estábamos conversando en una clase sobre el matrimonio. “Las tres propiedades del matrimonio son la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad”. Cuando mencioné esto, uno de los estudiantes más escépticos dijo: “Yo no creo en el compromiso matrimonial”. Fue entonces que escenifiqué, medio en broma y medio en serio, una escena que no sé de donde saqué.
Tomé el libro de texto, pedí al joven que pusiera su mano encima y le dije: “Se compromete a ser el mejor estudiante del curso, esforzarse por dar lo mejor de sí y ser un ejemplo para los demás…”.
Se hizo el silencio en la clase. Captamos de cierta forma que estábamos ante algo importante y solemne. Pusimos toda nuestra atención, expectantes a las palabras del interpelado. “Bueno, tendría que pensar bien si estoy en condiciones de hacer ese compromiso. Dar mi palabra es algo importante”.
Caímos en la cuenta de que el problema no es el matrimonio.
La crisis, no solo en el matrimonio, está en la poca importancia que damos a veces a los compromisos que adquirimos. El escaso valor a la palabra dada, la ausencia de lealtad y la volatilidad con que hacemos y deshacemos contratos nos colocan en una situación de desventaja y debilidad.
Una de las causas de este desacierto se debe a una equivocada concepción de libertad.
Se piensa en la autonomía como máxima expresión de que somos libres. Sin embargo, libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente.
Es más libre el que descubre ideales por los que vale dar la vida entera. Crecemos en libertad cuando somos fieles a los compromisos que libremente adquirimos, aunque su cumplimiento comporte sacrificio.
Es más, en los momentos de adversidad es cuando crecen las raíces que sostienen a la auténtica libertad.
Pienso personalmente que nada daña tanto a la sociedad moderna como la epidemia de promesas incumplidas que vemos todos los días.
El papa Francisco decía hace algún tiempo que “el honor de la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden imponer con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio”.
La libertad, dice un famoso pensador de la antigüedad, consiste en “la autodeterminación hacia el bien”. El bien, decía Platón, es la idea suprema, imaginada como el sol que alumbra y clarifica a todas las demás, lo que da orientación y propósito a todas las acciones libres.
El último fin que se alcanza, pero el motor que impulsa y da sentido al sacrificio que comporta conquistar la propia libertad. Octavio Paz, el ensayista y poeta mexicano lo dijo: “La libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”.
Nada da más fijeza y sostén que un amor capaz de sacrificar todo lo suyo, incluida la propia libertad, por el bien de las personas amadas.