Columnistas

Combatir la corrupción no es asunto de ideologías, ni de posturas de políticos impolutos, aunque algunos no lo sean tanto. No es tendencia impuesta por organismos internacionales ni demanda de grupos interesados en justificar la gestión de fondos como medio de vida, tampoco es herramienta de marketing de alterados con afán de protagonismo.

El combate a la corrupción y a la impunidad, su acicate, debe ser eje transversal a toda la gestión pública y por ello exige el compromiso de la ciudadanía, más aún que del gobierno. Hay que ser veedor agudo para impedirla y a la impunidad. La corrupción distorsiona lo público y lo privado también, nos afecta a todos ahora y a las futuras generaciones. Nos roba el bienestar y la paz y los sueños de las mayorías. El terrible impacto de la corrupción en el potencial desarrollo socioeconómico de nuestro país, exige nos empoderemos para luchar en contra de ella.

Contrario a lo que suponen empresarios y funcionarios venales, la corrupción desincentiva la inversión nacional e internacional. Dejan de realizarse proyectos para mejorar las condiciones de vida de la población, los servicios públicos y la infraestructura. Y lo principal en la actual coyuntura, dejan de crearse fuentes de empleo que tanto se necesitan.

El gobierno pierde credibilidad y se erosiona la institucionalidad. No hay rendición de cuentas real, la transparencia, indispensable, es ausente. Cuando hay corrupción todos somos vulnerados, por eso hay que evitarla. La malversación de recursos públicos frena la mejora de la cultura, incluida educación, de la salud, de la seguridad y de la justicia.

Si no hay corrupción la distribución de los recursos tiene mayor cobertura y en general ayuda a la reducción de la pobreza y a promover la equidad. Si todos entendiéramos que el combate a la corrupción nos beneficia a todos, incluidos los que en un momento son beneficiados por ella, la combatiéramos con determinación y la Honduras que soñamos y nos merecemos, haríamos posible