Columnistas

La condición humana

Quise que pasara un tiempo desde la condena al hermano del Presidente de la República para que estas notas no luzcan como aprovechadas del instante de la noticia o, peor, para redondear el morbo o usar el suceso con fin político. Deseo verlo desde lo ético y en el interior del alma de la persona afectada; al fin, ser novelista me obliga a procurar los factores psicológicos de los seres, sus júbilos y dolores.

Lo primero que debo expresar es cuánto angustia contemplar el error humano, sus costos y consecuencias. Así como no siendo egoístas alegra el éxito ajeno, la desgracia de otro individuo entristece, no importa si por su culpa, error o accidentes de la vida y la naturaleza. Sólo imaginar lo que significaría para mí conocer que voy a pasar, sin oportunidad de perdón, el resto de mi existencia encerrado entre cuatro míseras paredes y sometido a un régimen diario y doloroso, estremece, me corta el gusto de vivir. Peor, saber que nunca más seré dueño de mis actos, autor de mi voluntad, constructor de mi destino, que me vedan para siempre el derecho al ensayo y el fallo y que me retiran y prohíben los sueños, los proyectos, los ideales, mi obra y sus misiones, eso horroriza. Es como ingresar a un túnel pavoroso que aproxima a la locura y del que sólo emergen sanos quienes se imponen a ellos mismos la sobrevivencia a pesar de las circunstancias.

Con todo, se dan atmósferas positivas, como ha sucedido a algunos enclaustrados en los pabellones de la muerte en pendencia de que ejecuten su condena y que concluyen convirtiéndose en expertos en determinada materia, artistas e incluso graduados universitarios a distancia. La mente es un espacio en permanente construcción y puede sustituir una vivencia por otra, adaptarse a situaciones límite inimaginables o volcarse hacia su propio interior como último recurso de salvación.

El cerebro avisa que la primera noche de experiencia en la cárcel es sólo inicio de una cadena de repetición incesable, lo que ha de atormentar al espíritu, sumado a la maldita tormenta ––huracán, vórtice–– de los “por qué” permanentes… ¿Por qué lo hice, por qué no me detuve a tiempo, por qué dejé libre a mi ambición, por qué no preví esto, por qué no pensé en mis padres, hijos, la familia, por qué manché mi honra con tanta facilidad, por qué no escuché las advertencias de quienes me querían? ¿Por qué me venció el egoísmo y desprecié a mi nación cuando transitaba entre sus lares viendo la terrible pobreza de los contemporáneos y pude, perfectamente, ayudarlos?

Y luego la irreversibilidad para reformar o retornar el tiempo, volver al principio del delito y evitarlo ––madurar, reflexionar–– y apartarlo a tiempo. O controlar la avaricia y satisfacerme con una bolsa de dólares en vez de mil, cien mil, un millón de bolsas… Más grave todavía, haber sustituido con la codicia al amor y la pasión, hoy por siempre desterrados que no sea en alguna pútrida imaginación.

No man is an island, dijo John Donne. Pues aunque mires caer al enemigo o veas justicia, a nadie place el dolor, excepto al sádico. Y de allí que esta meditación ojalá sirva a que aquellos que están al borde de bajar por similar ladera al precipicio se contengan y adviertan que si ayer fue futuro, el mañana es sólo la memoria de su dulce o malvado pasado.