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El lenguaje unificador de la dignidad humana

Estar sentado al lado de budistas, musulmanes, evangélicos, mormones y católicos requiere de mentalidad abierta y al mismo tiempo estar gozosamente afianzado en la propia identidad y el valor de las propias convicciones. En mi caso de católico que procura vivir de acuerdo a su fe, significó un ejercicio enriquecedor escuchar puntos de vista diversos en relación a la libertad religiosa y la objeción de conciencia.

La semana pasada, fui invitado a un congreso sobre estos temas en la ciudad de Guatemala. Si bien es cierto, el aporte de la Iglesia Católica es pionero y de gran valor en estos campos, la sociedad multicultural y multirreligiosa actual requieren fomentar espacios de diálogo y enriquecimiento mutuo.

Por mi labor docente y mis amistades de diversas religiones, conozco a grandes rasgos los principales postulados de todas las religiones presentes en ese foro. Soy consciente de las diferencias históricas y limitaciones doctrinales de muchas de estas posturas. Al mismo tiempo, me sirvió de gran ayuda contemplar la multitud de rostros sinceros que buscan ascender a la cima de la verdad, cada uno desde una herencia cultural diversa.

Alguien podría preguntarse ¿qué pueden tener en común un católico, un musulmán o un budista? Contrario a lo que piensan algunos, los que aprovechan cualquier ocasión para atacar a la religión, el reconocimiento de la existencia de un ser trascendente, lleva de la mano al conocimiento de la dignidad del hombre.

Paradójicamente, ubicar al hombre como un ser limitado, vulnerable, inacabado, que no se da la existencia a sí mismo, ni se gobierna solo, le abre plenamente a la grandeza deslumbrante de un ser que es la verdad increada, la belleza infinita y el bien absoluto.

El carácter religioso, constatado por la antropología, la historia, la arqueología y múltiples ciencias, es de necesario reconocimiento para tener una visión completa y adecuada del hombre. Al contrario, el descreimiento, en cualquiera de sus formas, en aras de la defensa de lo científico -para muchos limitado a lo comprobable y medible- conduce siempre a la degradación de lo genuinamente humano. Y por ende de la sociedad en su conjunto. El relativismo y la pérdida de valores tan llevados y traídos en la actualidad, tienen su último origen en el desconocimiento del sentido trascendente del hombre. Es precisamente la relación de amor con un ser, que lo antecede y supera, la que da valor y brinda todo su sentido a la persona.

El reconocimiento y la defensa de la dignidad de todo hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es el punto de apoyo que establece claridad de criterios en múltiples situaciones de la sociedad moderna. Su desconocimiento abre las puertas a errores que pensábamos superados después de las dos guerras mundiales del siglo XX y que generaron la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.

Ignorar la inviolable dignidad de todos los hombres puede llevar, entre otras cosas, a caer en errores tan elementales como nefastos. Tener una visión parcial del hombre lleva a cosificarle y dejarlo vulnerable a la fuerza de la ignorancia, el egoísmo o necedad humana.

La defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, el rechazo a los vientres de alquiler, la fecundación in vitro o la prostitución, el combate a los acosos sexuales, la erradicación de la pedofilia y pederastia, la defensa de los matrimonios abiertos a la vida entre un hombre y una mujer, la promoción de la familia, la defensa de la libertad religiosa y la objeción de conciencia son algunos de los campos en los que hace falta ofrecer claridad de ideas en un mundo tan desorientado. El lenguaje unificador de la dignidad humana permite abordar estos y otros temas. Permite alimentar el diálogo entre personas de convicciones tan diversas.