Ante la crisis humanitaria creada por la masiva llegada de menores de edad sin la documentación pertinente y sin ser acompañados por un adulto a Estados Unidos, quizá sean aceptables los llamados por los medios de comunicación para que los padres no envíen a sus hijos en la búsqueda del “sueño americano”; es posible incluso que las acciones de la llamada “fuerza de tarea”, encabezada por la Primera Dama, sean vistas con cierta benevolencia; pero en la práctica es Washington quien tiene la última palabra, y prácticamente todo de nuestra parte resulta, por lo menos estéril, si no se combaten las causas --el porqué los hondureños huyen, hasta arriesgando sus vidas--, que son la violencia, la pobreza, la falta de oportunidades existentes en Honduras, la desigualdad.
Los dramáticos testimonios que estos días hemos leído en los periódicos o visto en las imágenes de televisión, tan impactantes como son, en realidad no representan nada nuevo. Un superficial atisbo al pasado nos enfrenta a dramas similares, e incluso peores, que van desde desaparecimientos, asesinatos, muertes en el desierto y violaciones hasta matanzas, como la ocurrida en 2010 en Tamaulipas, con 72 asesinados por negarse a incorporarse al grupo criminal de Los Zetas.
Obviamente que no resulta fácil contener las lágrimas cuando uno se entera de casos específicos, como el relatado por EL HERALDO sobre un niño catracho que con 200 lempiras, obtenidos al vender una guatusa atrapada con sus propias manos y la ayuda de sus fieles perros aguacateros, también se arriesga a la peligrosa aventura, todo para compensar a sus queridos padres la falta de ayuda de dos hermanos menores que antes emprendieron la dura travesía.
Pero si más que falsas o auténticas poses de espíritus conmovidos por una triste realidad, como la de miles de niños hondureños hacinados en centros de atención estadounidenses, lo que realmente buscamos es una solución al problema, debemos atacar las raíces de la masiva migración y no solo los efectos. Si somos honestos, para comenzar, debemos reconocer que el problema que sufren nuestros compatriotas menores en este momento no es a causa de la falta de humanitarismo de los estadounidenses, sino de la incapacidad de nuestros gobiernos para crear condiciones mínimas de seguridad y oportunidad socioeconómicas para que los catrachos nos sintamos seguros y con posibilidades de mejorar nuestra situación individual y familiar.
O sea, está bien clamar por los derechos humanos de nuestros niños, pero sin evadir nuestra propia responsabilidad sobre su situación actual en Estados Unidos y en Honduras.