Con la Resurrección de Jesucristo podemos quedar perdonados de las culpas. Es de decidirlo. En su gloria, con el triunfo sobre su Pasión, se nos provee el incentivo para superarnos y empezar de nuevo.
El desprendimiento del Hijo del Padre por tales pecadores tiene que servir para algo, para mucho. Para tratar de ser a su imagen y semejanza. Complicaciones evitables nos enfrentan con su ley y evitan el gozo de los talentos recibidos. Prueba estos de su generosidad, inmerecida.
Es de practicar los Diez Mandamientos, para los cristianos faro seguro con los que borrar la degradación y consecuente sufrimiento. Y sí, empezar de nuevo. Ser cristianos practicantes, no filisteos o sepulcros blanqueados. Tendencia abrumadora, relevante en varios de los seudolíderes, obligados a servir de ejemplo a los que pretenden gobernar.
Pero gracias a la misericordia divina podemos redimirnos, pueden redimirse, reparando culpas. Fijando metas elevadas para la edificación individual y colectiva. Aferrándonos a la cruz -símbolo de vida, no de muerte- para procurar las virtudes del Salvador, siempre buscando morar en nosotros. Con su compasión y con su valentía, para no aceptar lo que se debe cambiar, tanta injusticia, tanta desigualdad.
Rodeados de todos esos Cristos, de todo ese dolor, la hondureñidad debe volver sus pasos a los preceptos divinos que mandan la fe, la esperanza y la caridad como vías al alivio, a la redención y a la salvación. Para buscar cambiarnos nosotros mismos antes que a los demás.
La diversión y el descanso no tienen por qué ser excluyentes con la reflexión, la oración y el ayuno promovidos en Cuaresma y que han de ser práctica constante de las criaturas perfectibles que somos por gracia divina. Ser buen cristiano para ser buen ciudadano. No hay forma de ser uno y no lo otro.
Si hay integridad. La gloria de Dios con su Resurrección nos llama a volver a empezar. Una Honduras con Cristo. Ahí radica la salvación.