El drama de la migración de indocumentados desde los Estados Unidos presentó esta semana una nueva cara: la de los autodeportados. Fueron 38 los hondureños y hondureñas que decidieron acogerse a la iniciativa impulsada por la administración del presidente Trump, que ofrece varios incentivos, entre ellos la entrega de 1,000 dólares y apoyo logístico como pasajes gratuitos a sus países de origen para quienes opten por esta vía, evitar sanciones severas por la deportación forzada, entre ellas la prohibición de reingreso a los Estados Unidos, menor riesgos de detención y la reducción del riesgo de incurrir en deudas legales o costos asociados con la detención.
Sin embargo, los defensores de los derechos de los migrantes advierten que es un programa que como trasfondo busca generar miedo y, lo más grave, señalan, no aborda las causas estructurales de la migración, soslaya por completo los aspectos humanitarios al ni siquiera ofrecer soluciones a
quienes han establecido sus vidas en aquel territorio.
Pero lo cierto es que, en medio de todas estas consideraciones, son 38 los hondureños que han retornado a su patria, y que se han encontrado con un país con los mismos o más problemas que habían dejado atrás: con los mismos o más altos índices de pobreza y desigualdad extrema, altas tasas de violencia, inseguridad, corrupción e impunidad; un país altamente vulnerable a fenómenos naturales, como las sequías y las inundaciones, y el desempleo, entre muchos otros.
El gobierno ha anunciado programas de apoyo para todas estas personas, lo que sin duda será un apoyo importante en su intento de reinsertarse en la sociedad que ya los expulsó una vez.
Pero más allá, Honduras demanda de políticas públicas robustas, que permitan enfrentar todos y cada uno de los problemas estructurales que son los que orillan a millones de sus hijos a migrar.