Hace algún tiempo, mientras hacía una ronda de saltos por el dial del televisor (“zapping” o “zapeo” le dicen), me encontré uno de esos programas norteamericanos “de la vida real” (“reality tv”) que muestran las actividades cotidianas de los policías de esa nación en cumplimiento de su juramento de “servir y proteger”.
Estos shows no suelen mostrar historias de ejemplares ciudadanos que respetan las leyes, sino todo lo contrario: ofrecen una colección de infracciones, desafíos a la autoridad y un sinfín de actos que rayan con lo tolerable en esa sociedad. Tratándose de un país que valora el debido proceso como uno de sus pilares fundamentales, no es extraño que las actuaciones policiales hacia la ciudadanía sean grabadas como fuente de prueba judicial y sean periódicamente monitoreadas con cámaras por sus superiores o la prensa.
En el episodio que vi se podía apreciar la actitud del ciudadano norteamericano promedio cuando se le acerca un agente de la fuerza pública. Si se encuentra en un automóvil, no sale del mismo sin autorización y mientras se encuentra en su interior, mantiene visibles las manos, preferiblemente sobre el timón del vehículo. Si se le pide bajarse, obedece y se dirige con respeto al oficial cuando este le habla o le pide que haga algo.
También se puede observar lo que le sucede a quienes no se comportan de este modo: son conminados a asumir una actitud diferente y si no atienden el requerimiento, se les somete dentro de los límites permitidos. Aunque también se cometen excesos y barbaridades (que obviamente no mostraron los productores), hay un compromiso de la comunidad en su conjunto para denunciarlos y sancionarlos con rigurosidad cuando ocurren y son debidamente comprobados.
En nuestro país, la mayoría de la población adopta una actitud respetuosa de la ley y de lo que el uniforme del policía representa. Pero no todos. Dejando por fuera a delincuentes habituales, hay ciudadanos comunes y corrientes, o personas que ocupan cargos públicos, que desafían a las autoridades, presumiendo influencias (reales o ficticias), con las cuales se sienten legitimados a faltarles al respeto y dirigirse a ellos con insolencia.
Suelen utilizar como frase favorita un “¡usted no sabe quién soy yo!”, asumiendo poses y gesticulando con aires calculados de grandeza, todo con el propósito último de humillar a los policías que intentan hacer su trabajo, a la vez que presumen de “vínculos con el poder” o figuras influyentes, capaces de detener la rueda que -en circunstancias estrictas- giraría en su contra.Gente así se encuentra uno cada día. Circulan por ahí como dueños de las calles y de la vida de quienes transitamos por ellas, en carro o a pie.
Conducen borrachos, gritan improperios, se estacionan donde quieren, intentan (y logran) sobornar a los deshonestos, perturban con el volumen de sus equipos de sonido, tiran suciedad por doquier, desprecian las leyes y la paz que deseamos.Ustedes y yo sabemos quiénes son. Van por ahí creyendo que son alguien, pero son nada.