Columnistas

Otro intento contra la anarquía carcelaria

Se ha hecho de todo en las temibles cárceles y la situación todavía aturde y destempla. No es para menos, se trata de los recintos donde la sociedad esconde sus vicios y tropelías; un mundo aparte en el que cada día es un día de supervivencia, aunque esta vez no lo fue para casi medio centenar de mujeres asesinadas.

Por ponerle un nombre, un eufemismo, hace tiempo llamaron Centro de Femenino de Adaptación Social (CEFAS) a esta cárcel -donde riesgosas se hacinan cientos de mujeres acusadas por asesinato, narcotráfico, extorsión, secuestro, fraudes, corrupción- que muy poco hace por la reiserción social de sus inquilinas.

La espeluznante masacre de esta semana rompió lo imaginado, no solo por la cantidad de personas ejecutadas; también por la brutalidad alevosa y despiadada con que se cometieron los crímenes; y, sobre todo, porque sorprendió el comportamiento abyecto y sanguinario de las mujeres.

En las cárceles de hombres no hay nada inédito y el delito interno es casi normal. Aunque en las últimas semanas se concatenaron una serie de motines que las autoridades sospecharon de una conspiración, porque la Comisión Interventora zarandeó sus refugios; les decomisó armas, drogas y privilegios.

Desde luego que todos son culpables de algo y por eso están presos, aunque para atenuar el impacto semántico, en vez de reos o reclusos, los llaman “privados de libertad”, y están bajo la custodia del Estado, que debe su protección.

También es cierto que muchos de estos reclusos son el resultado de un sistema mezquino y excluyente; un modelo económico y social que por décadas sólo ha beneficiado a unos pocos, sin los mínimos beneficios sociales para la mayoría empobrecida.

No, no es que la pobreza sea sinónimo de delincuencia, si no, imagínense. Así como la mayoría de la gente pobre es decente, hay muchos ricos ladrones; pero, está claro que para cubrir las necesidades básicas y otras adquiridas por alienación del consumismo, más el deterioro de los valores ciudadanos, varios se inclinan por una vida bandida.

Y, para más inri, en el reciente pasado, la colusión de gobernantes y otros funcionarios con el crimen organizado contaminó y destrozó los cuerpos de seguridad del Estado, envileció a gran parte de la ciudadanía y nos heredó un ambiente hostil y peligroso. Las cárceles son una extensión de la criminalidad callejera.

Lo dicho, ya se hizo de todo y la barbarie sigue. Ahora, como solución obligada, pasarán la responsabilidad a la Policía Militar; hay quienes creen que la disciplina y la rudeza marcial podrán contra el salvajismo y la ingobernabilidad de las cárceles, por el bien, incluso, de los mismos reclusos.

Se dice fácil, pero ni modo: el desafío es derrumbar la estructura corrupta que permite ingresar drogas y armas a las cárceles; luego, reorganizar a los reclusos y aminorar las amenazas, para que ellos mismos puedan dormir con los dos ojos cerrados.