Columnistas

Melindres y buena fe

Como muchos de ustedes, cuando tengo ganas y si la bolsa lo permite, como en un restaurante. Hijo de la tradición culinaria local, a veces paso de los frijolitos, el huevo, los plátanos fritos, queso, mantequilla o cuajada y tortillas mañaneros; de la sopa o el guiso con carne, acompañado de variado bastimento de media jornada (otra vez tortillas), y de los reciclados componentes del desayuno en la cena (también con tortillas), para lanzarme a la calle y explorar su oferta alimenticia.

Sea un merendero o un negocio más sofisticado, con menú bien diseñado y platillos a la carta, de otra nacionalidad o la propia, cada vez que es posible me atrevo a visitar alguna de las variadas opciones que la ciudad y sitios aledaños ofrecen al paladar.

Ser exigente no es sinónimo de sofisticación: los mejores recuerdos de “comer afuera” se remontan a la infancia, cuando en caravana familiar nos íbamos por la carretera al sur para degustar “pupusas”, preparadas amorosamente por hacendosas señoras de amplio delantal y cabello bien trenzado.

Mi madre nos impedía comer la ensalada de repollo para evitar esas sorpresas que todos conocemos. Debido a esa profilaxis aprendida en el hogar, durante buena parte de mi vida he retirado “el monte” de todo antojito (yuca con chicharrón, pastelillos, tacos, etc.) que haya sido comprado fuera de casa.

Por razones similares, cualquier trozo de carne de cerdo de los tamales era “exiliada” para evitar cisticercosis y el consumir refrescos naturales, de agua (o hielo) de dudosa procedencia estaba vetado. Ninguno de esos melindres (precauciones, diría mi padre), evitó el yantar en puestos callejeros y fritangas de buena reputación, en ciudades y pueblos de la comarca (y fuera de ella).

Hace algunos años, el supuesto hallazgo de carne canina en un restaurante de comida cantonesa (que fue desmentido, pero retrató la xenofobia local y la baja calidad periodística del patio), me hizo recordar las innumerables ocasiones en que he disfrutado de platillos elaborados por manos orientales.

Desde que probé mis primeros tallarines en la legendaria “Cafetería Lux” de Comayagüela y experimenté luego la regia presentación y sabores de cocinas ya desaparecidas, confieso que una y otra vez he quedado atrapado por la sazón inconfundible de esa gastronomía que trajeron en sus alforjas los inmigrantes de esa milenaria y rica cultura.

Así ha ocurrido con buena parte de nuestras poblaciones urbanas, que han convertido sus especialidades culinarias en platillos tradicionales de fin de semana, de celebraciones familiares o en alternativa irremplazable para saciar el hambre de muchos en casos de emergencia (por su proverbial abundancia).

De mis padres aprendí a cuidarme al comer fuera de casa, acto que siempre es de buena fe pues se confía a ciegas en el escrúpulo y pulcritud de cocina y cocineros. De ellos aprendí también que los pastelitos fritos no son de perro. Y aunque les quito siempre el repollo, no dejo de preguntarme -mientras los disfruto- por qué tienen ese nombre...