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¿Los ateos pueden amar de verdad?

Uno de mis artículos recientes con más reacciones de parte de los lectores es el que titulé “Ateísmos y agnosticismos de nuestro tiempo”. En él mencionaba que muchos agnosticismos y ateísmos actuales se deben al individualismo y autosuficiencia imperantes en la cultura actual. Obviamente el ateísmo es un fenómeno complejo con muchas causas y explicaciones, no solo intelectuales. Se llega a perder la fe en Dios por muchos caminos, desde la ignorancia hasta opciones vitales diversas. Muchas veces puede ridiculizarse la fe en Dios por una desproporción entre los conocimientos religiosos y científicos en una persona concreta. Otras veces se toma la existencia del mal en el mundo como presunta manifestación de lejanía de un ser superior que no sabemos si existe o no. En todo caso es difícil hacer generalizaciones. Uno de los lectores de ese escrito hizo el siguiente comentario: “Juan Carlos, no entiendo de dónde viene la asociación... lo que el artículo sugiere es que al ser agnóstico o ateo, la persona automáticamente es egoísta y, hasta cierto punto, incluso sufre de algún complejo de superioridad que lo hace pensar que no necesita ser parte del grupo. Eso es simplemente una generalización no acertada. Véalo de esta forma, la discriminación y exclusividad viene más comúnmente de personas que pertenecen a grupos religiosos (porque eso es lo que les enseñan); para darle un ejemplo puntual: es más común que una persona autodenominada ‘evangélica’ excluya a otra que se autodenomina ‘atea’ a que una atea excluya a una evangélica. No me considero especial, no me considero superior, por el contrario, reconozco mis debilidades y entiendo que si hemos expandido nuestro umbral de conocimiento ha sido porque ‘estamos montados en los hombros de los gigantes’, porque ha sido un trabajo colaborativo y acumulativo en que procuramos aportar nuestro granito de área al conocimiento del colectivo”.

Pueden existir “ateos virtuosos”, no lo niego. Sin embargo, en mi experiencia constato que es difícil amar a los demás y a sí mismo sin contar con la experiencia de un amor incondicional. Como los hombres no somos capaces de amar de esta forma, amando por ejemplo todos los defectos de alguien, como consecuencia, el desarrollo de nuestras capacidades afectivas depende del descubrimiento del auténtico amor de Dios. Michel Esparza en su libro “Amor y autoestima” menciona: “Mientras el ser humano no descubra a fondo el amor de Dios, será como esas personas que fueron niños desgraciados por no tener a padres que les amen, y se afanará estérilmente en buscar toda clase de soluciones de recambio...”. Palabras duras, sin embargo, muchas personas sin ser conscientes de la causa perciben esta orfandad que tiene consecuencias diversas. Como escribe Pierre Gauthy, “es así como se desarrolla un niño en una familia feliz. De pequeño comienza deseando una sola cosa: ser amado. A partir de los doce años empieza a ser importante que se ame a sí mismo, que desarrolle el amor hacia sí mismo, su ‘yo’. Así, llegado a los diecisiete o dieciocho años, empezará a ser capaz de amar de verdad a los demás”. Sin el calor del amor de Dios es muy difícil, no digo imposible, pasar del amor propio a la entrega desinteresada a los demás.