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Ley de Policía para policías sin ley

Era una paradoja aturdidora: la Policía, que debería transmitir seguridad y confianza entre los ciudadanos, daba miedo, pánico.

Muchos oficiales y agentes no desdeñaban delitos: asaltos, secuestros, extorsiones, robo de vehículos, sicariato y hasta narcotráfico, que dejaban una estela de caos, muerte y el enriquecimiento de unos cuantos.

Los policías que no participaban en esa carrera delincuencial guardaban, tenían que guardar, un desapacible silencio; mientras la población pervivía manos arriba.

Las noticias del horror se multiplicaban, las quejas de la gente también y la comunidad internacional se espantaba; el gobierno respondió con la Comisión Especial para la Depuración y la Transformación de la Policía, que vertiginosamente ha despedido de la institución policial a casi cuatro mil personas en poco menos de un año.

Quizás las prisas, quizás la desesperación, permitieron que el raudo proceso de depuración policial fuera indiscriminado y suspendiera a personas inocentes; o que los policías involucrados en crímenes solo recibieran una sosegada expulsión, sin pasar por los juzgados con las pruebas necesarias para enfrentar sus delitos.

De cualquier manera, los asaltos cotidianos cometidos por policías, los infames asesinatos y el abuso frecuente, cayeron súbitamente al acendrar la institución; aunque estamos claros que falta mucho por hacer, muchísimo.

Sumergidos en esas angustias, escuchamos que una nueva Ley Orgánica de la Policía, seguida de una Ley de Personal de la Carrera Policial, mantendrán una depuración permanente, una revisión exhaustiva del comportamiento de los policías, para que sus excesos no sean nuestros temores, nuestros peligros.

En teoría, esas leyes deberán hacer de la reestructuración y la transformación de los cuerpos policiales una actividad normal, incesante; para que no vuelva a ser una emergencia nacional que se pague con muchas muertes y la pérdida invariable de la confianza ciudadana.

Pero la disciplina tenaz y los castigos por desmanes y tropelías deberán de tener un anverso: premiar y aplaudir al policía honesto y su buen desempeño; que su formación profesional y su comportamiento ayuden a desbrozar esa imagen de corrupción, de ciudadanos de segunda clase, subempleados, mal pagados, que por ganar respeto, solo infunden miedo y rechazo.

Siempre los marginaron hasta la frontera de la administración pública; han servido como el brazo terrorífico del poder, para ejecutar desapariciones forzosas, crímenes atroces, detenciones ilegales, apalear y gasear manifestantes.

No es fácil ser policía en Honduras, pues, aparte de esta utilización ideológica en diferentes tiempos, se tiene que enfrentar a una feroz criminalidad que creció inconmensurable, que no ahorra tiros para eliminar a sus enemigos y que logró la absorción de gran parte del cuerpo policial.

Del Estado, los policías reciben un exiguo salario que no ajusta para las necesidades básicas de la familia, pero sí tiene que alcanzar para que paguen sus uniformes oficiales, las insignias, las botas y hasta las balas.

Y dormir en desgastados colchones en las postas o adentro de los carros de la patrulla, pelear con el sueño y los zancudos. Una vida sacrificada que no justifica sus desafueros, pero que merece urgentemente corregirse.

Si de verdad esas dos nuevas leyes ayudaran a prevenir, investigar, juzgar y castigar a los policías malos; además de honrar, recompensar, promover y ascender a los policías buenos, es probable que tengamos una herramienta muy importante para enfrentar estos años de plomo, violentos; y ojalá que un día (tenemos derecho a soñar) sin desigualdad y sin criminales, los agentes se dediquen a cruzar ancianos en las calles, silenciar fiestas bulliciosas, separar pleitos de borrachos y capturar torpes carteristas. Cuando todos vivamos en un país civilizado, instruido, educado, en paz.