Columnistas

La plegaria del hondureño

A propósito de la reciente celebración del 277 aniversario del hallazgo de la Virgen de Suyapa, el hondureño pide con el corazón lleno de fe, pide a horas y a deshoras, pide de rodillas, descalzo, con una imagen frente a él y una camándula entre sus manos o en su casa, en grupo y solitario; pero, sobre todo, el hondureño pide porque le hace falta mucho.

Piden las madres por sus hijos que cruzan frontera tras frontera para alcanzar el sueño americano, que por más que digan que es una pesadilla, parece menos grave que lo que se vive en Honduras. Piden por sus hijos que andan en «malos pasos» dicen, para que se los aleje del camino del mal o a veces simplemente piden por ellos. Piden por sus niñas que salen y no saben si volverán o cómo volverán. Piden las madres solteras la suficiente fuerza para partirse y ser dos, sabiendo que es imposible.

Piden los jóvenes que temen al futuro, o más bien al desempleo del futuro, la inseguridad social del futuro, el desamor del futuro producto de lo escasa que es la salud mental en estos tiempos, piden a veces salir del país, como sea: por estudios, por trabajo, por posibles trabajos en países cuyas lenguas desconocen. Y los que estudian y les interesa mucho, piden por sus carreras. Y quizá es más fuerte el miedo que la esperanza.

Piden los padres y madres de familia; piden para que las cuentas alcancen, para que puedan pagar una buena educación para sus niños porque no confían en la educación pública, piden para que el día que sus hijos e hijas se casen (sobre todo ellas) no sufran de violencia en su hogar. Quienes creen, piden intensamente porque sienten que la maldad es mucha.

Piden los enfermos por el milagro, que muchas veces no es la última, sino la única esperanza de los que por infortunio de la vida son víctimas de terribles y dolorosas enfermedades. Piden los prisioneros que guardan un injusto encarcelamiento, seguro que con un nudo en la garganta. Pedimos por las almas de los que no tuvieron tiempo de arrepentirse porque una bala o un puñal los mató. Piden los médicos que no pueden hacer mucho por las limitaciones que nos pone por el frente el tercer mundo.

Pedimos por los vagabundos, los mendigos, las prostitutas, los hambrientos, los perseguidos, los huérfanos y todos los desamparados. Y lo pedimos de corazón porque lo vemos a diario y muy posiblemente a pocos kilómetros de nuestro hogar. Pedimos tener la oportunidad de hacer buenas obras, y no tarda en aparecer la situación que nos lo permite (lo que interpretamos como una señal divina). Es que los necesitados son tantos.

Pedimos por los gobernantes y líderes mundiales para que promuevan la paz y la dignidad humana, y mi fe tiembla o por lo menos sufre un duro embate si pienso con detenimiento lo que sucede en nuestras fronteras y más allá de ellas.

Y si las cosas no fueran como son y no rodaran tantas lágrimas en este humilde pueblo, quizá nuestra plegaria sería menos culposa y con muchos menos lamentos. Habría corazones rebosantes de acción de gracias, de dádivas a lo divino, de gozo y momentos de recogimiento. Y a pesar de que sé que se puede entender el sufrimiento de una manera especial dentro de la vida cristiana, es imposible no pensar en cómo serían de distintas las cosas, si tan solo este lugar en el que nos tocó vivir fuera apenas un poco mejor.