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La objeción de conciencia

Inmediatamente después de la lectura del juez Castel, el jurado nombrado para el juicio ha declarado culpable al expresidente Juan Orlando Hernández de los cargos relacionados con la conspiración para el narcotráfico, el uso de armas y dispositivos destructivos. Hernández escuchó el veredicto con semblante serio y no hizo ningún comentario. Al abandonar la sala, Hernández se volteó, miró a sus dos cuñadas, hermanas de Ana García que se encontraban en el juicio, y les dijo: “Soy inocente. Les quiero, díganselo al mundo”. El expresidente se derrumbó al salir de la sala y después de cerrar la puerta, se escuchó el ruido de las cadenas que le fueron colocadas por los US Marshals. Detrás de esos pasos deja un rastro de violencia, corrupción e inseguridad y una clase política podrida en la complicidad y el cinismo que nos hunde en una realidad lacerante.

Hernández, que ahora espera que le dicten su sentencia, se convierte en el mandatario latinoamericano de mayor rango juzgado por narcotráfico, tras el caso del panameño Manuel Antonio Noriega, condenado a 40 años de cárcel por sus conexiones con el cartel de Medellín colombiano. El hombre ya no era indómito, sino más bien un individuo rendido y humillado por la contundencia de los testimonios presentados contra él por numerosos testigos, casi todos narcotraficantes confesos. Los tres cargos por los que JOH ha sido condenado llevan penas máximas de cadena perpetua en los tres casos, pero la sentencia definitiva se conocerá hasta el mes de junio. Como presidente “podía haber hecho el bien, pero optó por su beneficio propio”, argumentó la Fiscalía estadounidense que llevó al banquillo de los acusados al otrora irreductible hombre, que violó la Constitución haciéndose reelegir en el segundo mandato y que controló los poderes del Estado para su propio beneficio. Con una Corte Suprema de Justicia de cabecera, que avaló su candidatura, y el Tribunal Supremo Electoral, que proclamó su victoria hundida en el pantano del fraude.

Hernández tuvo una meteórica trayectoria política en donde saltó todas las trancas aprovechando los cargos públicos que ha ostentado e instaló un sistema estructural de corrupción a gran escala, para lograr una impunidad descomunal que se puso al servicio de la expansión del narcotráfico, con bandas criminales cada vez más poderosas y sofisticadas, sembrando el terror en nuestras comunidades.

Aunque Hernández esté acabado, quizá de por vida en una prisión, la corrupción y la narcoactividad sigue respirando entre las mafias y el Estado, lo que no se puede seguir tolerando. Es hora de enviar un mensaje claro e inequívoco: el narcotráfico no tiene cabida en nuestro país. La ley debe ser implacable con quienes se dedican a este negocio criminal, aplicando penas severas y ejemplares. La cooperación internacional es crucial para cortar el flujo de dinero y armas que alimenta este flagelo. La sociedad civil también debe jugar un papel activo en la lucha contra el narcotráfico. Es necesario denunciar cualquier actividad sospechosa y promover valores como la legalidad y la ética. Endurecer la ley contra el narcotráfico no es una solución mágica, pero es un paso indispensable para recuperar la seguridad y la paz en nuestras calles. Es hora de actuar con firmeza y determinación para defender a nuestras familias y construir un país serio. En definitiva, la búsqueda de la justicia internacional es un proceso complejo y desafiante. Las cortes internacionales juegan un papel importante en este proceso, pero no son la única solución. Es fundamental que los Estados asuman su responsabilidad de investigar y enjuiciar los crímenes y narcotraficantes, sin los andamiajes políticos e ideológicos, con los que son seleccionados los magistrados de la cúpula de este remedo de “justicia”, sin objeción de conciencia.