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Fusilados

Josefina Elizondo, bellísima muchacha de Guanacaste, había prometido sus amores formales al apuesto capitán Manuel Antonio Molina, hijo del prócer guatemalteco Pedro Molina.

Pero a Finita le funcionaba mal la glándula de la fidelidad y cuando Manuel Antonio se fue a San José para adquirir chunches de casorio ella se arregló coquetamente con otro militar, a quien Molina, enterado del asunto, le reclamó una vez vuelto, apresuradamente, de la capital… La situación acabó con un muerto, el héroe y comandante salvadoreño Enrique Rivas, quien intentó impedir el rapto con que Molina aspiraba satisfacer sus emociones eróticas hacia Josefina, y como consecuencia un consejo de guerra lo sentenció a ser fusilado el 6 de septiembre de 1842 en Puntarenas.

El general Francisco Morazán, jefe de Estado en Costa Rica, acababa de emitir un severo reglamento (ordenanza) para disciplinar a su tropa centroamericana, que se relajaba y hacía escándalos.

Cuando el prócer Molina llegó a suplicarle que indultara a su hijo Morazán se negó. Desconocía que nueve días después, en lluviosa tarde josefina, él mismo enfrentaría al pelotón de fusilamiento. Debió ver eso como premonición.

Dieciocho años más tarde, el 3 de septiembre de 1860, el filibustero norteamericano William Walker, prendido en fiebre y con sólo 31 voluntarios, huía por la costa atlántica procurando evadir a sus perseguidores, milicianos del ejército hondureño.

Deben haberle sorprendido las hermosas caobas del entorno, troncos tan robustos que ni diez hombres enlazados de manos alcanzaban a rodearlos. Sobre las montañas próximas al río Tinto fulgían los guayacanes, cuyo amarillo alucinaba a los norteamericanos.

Allí lo localizó Norvel Salmon, comandante de la nave británica Icarus, ante quien Walker se rindió.

Pero al entregarse cometió un error fatal, pues en vez de declararse norteamericano, que le hubiera salvado la vida, se presentó como presidente de Nicaragua (lo que había sido) y Norvel se vio obligado a entregarlo a fuerzas hondureñas, que lo ejecutaron nueve días después tras juicio legal, consolado por dos sacerdotes, uno de los cuales se sospecha era el misionero Manuel de Jesús Subirana, quien predicaba en el área por entonces.

Cinco años antes, el 8 de noviembre de 1855, Walker había fusilado en Nicaragua al general Ponciano Corral, acusado de deslealtad. Debió tomarlo como premonición.

La ruta a occidente se enciende en abril con dulces auras de color lila que manan de las hojas del madrecacao, llamado así por ser sombra protectora del fruto milenario que empleaban los indígenas para chocolate y como dinero.

Por allí trotaba en buena mula, durante octubre de 1877, el capitán general José María Medina, viejo zorro político, siete veces al mando del poder nacional, vencedor en batallas contra William Walker y en otras locales, primer gestor del ferrocarril interoceánico y traidor, según el mandatario Marco Aurelio Soto, de la paz de la república, por lo que se le mandó a fusilar en Santa Rosa de Copán el 23 de enero de 1878.

Medina fue siempre as de la reelección, aunque esta legalmente no existiera, por lo que su desaforada ambición de poder lo condujo al desastre.

En la Centroamérica del siglo antepasado hubo varios otros magnicidios: del primer jefe de Estado de Nicaragua, Manuel Antonio de la Cerda (Rivas, noviembre de 1828); del gran mariscal Casto Fonseca, en León (abril de 1845); del expresidente de Costa Rica, Juan Rafael Mora, en Puntarenas (septiembre de 1860) y del presidente de El Salvador, Gerardo Barrios, en San Salvador, el 29 de agosto de 1865... Cuando el poder quiere, mata…