Estos últimos días se han hecho afirmaciones preocupantes: que no hay condiciones para realizar las elecciones en noviembre y que las autoridades responsables deberían renunciar o ser sustituidas. Aunque se nos ha enseñado que la democracia no solo es electoral, sino que debe ser un ejercicio permanente entre la sociedad hondureña, las aseveraciones anteriores no deben ser tomadas a la ligera.
Hay quienes expresaron su acuerdo con tales asertos. Las redes sociales y micrófonos permiten que por doquier aparezcan simpatizantes de cuanta cosa se diga en los medios de comunicación. Y no es extraño: siempre se ha hablado sobre la imperfección de nuestra democracia, en que solo se le cree y consulta al pueblo cada cuatro años para cambiar autoridades o reelegir a las que sí se puede. De ahí que cuestionar su calidad y la de sus administradores se puede decir y olvidar fácilmente.
Nuestra democracia es imperfecta, sin duda, pero hemos avanzado mucho en su fortalecimiento. Quienes votan, ahora pueden decidir por quién hacerlo y escoger a quién descartan en las planillas. Hay espacio para visiones políticas minoritarias en los poderes del Estado y una que otra institución pública. El poder local se mantiene repartido y cada vez hay más participación de fuerzas alternativas. Hay oportunidad de crear alianzas políticas y mayor representación política para las mujeres. Además, aunque no se hayan estrenado todavía, tenemos mecanismos de consulta popular (el referéndum y el plebiscito).
Con nuestra Constitución ha pasado algo similar. Aunque se reniegue de ella y se haya reformado e interpretado varias veces -algunas innecesariamente- para resolver entuertos, o se haya modificado para responder a coyunturas claves, ha permitido la creación del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos y del Ministerio Público, la subordinación militar al poder civil, la reforma policial, del Poder Judicial y de los órganos electorales para su propia supervivencia, que ya supera las cuatro décadas.
El ejercicio de la soberanía popular debe llevarse a la práctica y para ello se requiere el respeto de las reglas del juego, con primacía de la Constitución, que incluye la limitación del poder de las mismas autoridades que bajo su mandato se eligen por votaciones o por designación del Ejecutivo. Y solo el pueblo, nadie más, decidirá en elecciones su destino, aunque se cuestionen resultados y consejeros, entre aplausos de corifeos y achichincles. Cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes de la República es, por ello, más que una promesa.
Nuestra endeble democracia y nuestra institucionalidad enfrentarán duras pruebas. Burlar el contenido de su Carta Magna para evadir la obligatoria decisión del pueblo, acudiendo a subterfugios y paranoicas profecías autorreveladas, convertirá en enemigos a quienes defiendan con lealtad la República.
Arroparlas y aplaudirlas no hace a las mentiras más falaces o veraces: las democracias mueren siempre así, entre mentiras y ruidosos aplausos.