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El puritanismo lingüístico y los trabajos inútiles de la Academia

Es abracadabrante, pero cierto: ellos son amigovios. Y está bien que lo sean porque, a pesar de ser un vagamundo, ella siempre lo ha visto como su papichulo y más que amigo, aunque menos que pareja. Y él suele quedar patidifuso cuando la ve mover con ritmo pendular su culamen al estilo Kardashian mientras camina.

¿Entiende el lector lo que acaba de leer? Alguno confesará que sí, ¡valiente! Otros se escandalizarán y tal vez hasta acusen que se está empleando mal el lenguaje; bien podría su singular alarma llevarlos a preguntarse: “¿Qué son ese montón de palabros?”, si fueran un poco menos tradicionales.

Si usted es uno de los tantos puritanos del lenguaje que sancionan todo lo nuevo o lo que desconoce como el fin del idioma y hasta de la cultura, para su tortura le cuento que la palabra palabro existe e incluso ha sido aprobada por la Real Academia de la Lengua, aunque la falta de aprobación de la Academia no importaría mucho y palabro seguiría estando viva en las comunidades que la usan aunque los honorables señores de la Academia le estén rezando el último “Ave María Purísima”.

Bueno, tampoco se sienta usted friki por ser un puritano del lenguaje, ni que fuera el único. Puritanos lingüísticos los encuentra usted por todas partes. A mí los que me parecen más divertidos son siempre quienes están prestos a regalar un gesto de reprobación al asesino in fraganti que dice “vaso de agua” como si nada.

Ellos, honorables letrados todos, siempre comparten un poco de la educación con que el Creador los ha bendecido y no dudan en corregirlo a usted amablemente: “¿Un vaso con agua, dijo?”. Definitivamente hay que dar gracias por la sabiduría compartida.

Estos guardianes del idioma, sin embargo, no tartamudean para decir bolsa de pan o caja de fósforos, pues es un hecho sabido por todos los hombres de ciencia que no hay vasos de agua, pero que en cambio sí son comunes las bolsas hechas de pan y las cajas de fósforos.

Esta promiscua propensión a corregir al interlocutor con un error se puede corregir fácilmente leyendo, aunque sea un diccionario. Seguro que la cantidad de lingüistas aficionados se reduciría considerablemente si hubiera más lectores.

El caso es que entre más conoce uno el lenguaje menos se atreve a corregir el habla de otros, no sea que mientras lo hace cometa otros y peores errores que los que pretende señalar.

Pero hasta con el diccionario hay que tener cuidado, pues suele pasar que los académicos de la lengua hacen recomendaciones reñidas con el sentido común y hasta con la misma realidad.

En el uso diario, por ejemplo, resulta muy fácil escribir “sólo” con tilde cuando significa “únicamente”, y quitársela cuando su denotación es de soledad, esto lo han entendido millones de hispanohablantes y así lo aplican.

Los académicos de la lengua, en cambio, alérgicos a todo tipo de simplicidad, hostiles a la inteligencia del hablante, desde la seguridad de una biblioteca han determinado que “sólo” debe tildarse cuando significa “únicamente” pero por el contexto puede también significar soledad.

Hay unas ganas terribles de complicar la vida de los otros, tal vez porque es lo más divertido que un miembro de la Real Academia puede hacer sin arrugarse la corbata.

A veces incluso parece que hay una guerra fría entre la Academia y los usuarios, no declarada, manejada con impecable ineptitud por los prominentes intelectuales de la lengua.

Así se pueden explicar casos como el de “membresía”, en el que la Academia se empeñó por mucho tiempo en definir como únicamente correcta la ortografía “membrecía”, más acorde con la etimología, pero menos cercana a la realidad.

Al final el uso se impuso y la Academia acepta ya en su diccionario “membresía”, a pesar de todos los sobresaltos y sudores que les causa a sus miembros aceptar la escritura de un término que viene del inglés.

Para no perder la costumbre de persistir inútilmente, en la actualidad estos doctos señores se aferran al uso de la palabra “intervalo”, como grave, tal vez porque así la pronuncian en el pueblo de alguno de ellos, ignorando que gran parte de los hablantes la pronuncia como esdrújula, “intérvalo”.

Al final, como en el caso anterior, iluminados por una breve luz de inteligencia, terminarán cediendo ante la realidad de los hablantes.

Así que cuando lea el diccionario, lea con cuidado, recuerde que muchas veces está hecho en una provincia del primer mundo y que el escritor tal vez ni siquiera haya oído del lugar donde usted vive, menos conoce el contexto y los usos lingüísticos que son parte de su identidad.

Él habla desde su reducido universo y, en el mejor de los casos sin quererlo, termina imponiendo su identidad lingüística en quienes emplean el diccionario sin conciencia crítica.

Y como el lenguaje también es una cuestión de identidad, hay que entender con humor a los que escuchan que los españoles dicen “vídeo” y luego señalan el error delictivo que usted comete al pronunciar “video”, después le dicen que es “icono” y no “ícono”, “chófer” y no “chofer”.

Estos humoristas involuntarios, que sin duda hacen sus primeros ensayos lingüísticos para aspirar a la nacionalidad española, avanzadas de la neocolonización en el país, obvian que el uso particular que hacemos del lenguaje nos define como comunidad, como hondureños, es parte de nuestra identidad.

¿Qué puedo hacer entonces para usar bien el lenguaje?, podría preguntar uno de esos lectores que exigen respuestas. Debo confesarle que no lo sé.

Lo que puedo recomendarle es que trate al lenguaje como a su amante, que lo conozca como conoce el cuerpo que ama y que lo haga cantar lo que usted quiere que diga. Lea mucho, y para las pequeñas dudas siempre puede consultar el diccionario, con las precauciones del caso.