Columnistas

La paz y la oportunidad de escribir y leer y hacer mucho para lo que nunca se tiene tiempo no compensan la inquietud. Lo pendiente deja de serlo, pero el agrado de la tarea cumplida en lo privado resulta exiguo ante la insatisfacción de no poder hacer más por los que afuera, “lejos, cuanto más lejos, mejor”, se baten con ese virus como sus víctimas o como médicos. Aquella inquietud desconcertante pasará, ¡tiene que pasar! No elegimos sentirla ni tampoco nos la envió alguien. Nadie tiene la culpa de lo que acontece. Ni de la incertidumbre del futuro. Bien sabemos que la confianza en Dios nunca falla, pero a esa confianza muchos se niegan y pueden llegar a caer más fácil en la desesperación.

Y es lo menos en que se puede consentir en estas circunstancias. “Aceptar lo que no podemos cambiar”, como instruyera San Francisco de Asís. Aceptar lo que no podemos cambiar, una vez se llegara a contraer el virus, pero prevenir también su contingencia. Que es lo urgente y lo más importante. Este tiempo se presta para crecer y salir mejores de la crisis, los que tienen cómo. Pero allá afuera hay quienes no tienen cómo guardar provisiones. 800,000 bolsas, por todo lo bueno que signifiquen, no cubre tanta necesidad.

De alguna forma tenemos que ayudar. ¿Pero cómo? En este encierro dual, porque llena nuestras carencias pero rebasa nuestro compromiso con las más necesitados, ¿qué hacer cuando parece que no se puede hacer nada más que saborear el disfrute de tener todo el tiempo del mundo? Se puede caer en la indolencia, hay que huirle como al virus mismo. Así como hemos superado otros males, superaremos este.

Pero para mientras, ¿cómo ayudamos a los que nos protegen a costa de su seguridad? Policías, médicos, personal de apoyo, jóvenes voluntarios, sacerdotes predicando la fe que da esperanza, comunicadores. ¡Orar, sí!, pero en nuestro aislamiento obligado tenemos que encontrar la forma de apoyarles. La indiferencia a su entrega sería contaminación con resultados más graves. ¡Apoyarles!