Columnistas

El día después

Con incontables las veces en que lo mencionamos, primero como un deseo y luego como una demanda, en cuanta entrevista, opinión y comentario teníamos oportunidad.

En redes sociales, por radio, en la televisión, en el diario, en las conversaciones con amistades, parientes y personas que -sin conocerme- me abordan en espacios públicos y privados.

Lo decíamos una y otra vez, reiteradamente y como una letanía. “Esperamos despertarnos el 27 de noviembre con la tranquilidad de que, sin importar quién venza y quién pierda, se reconocerán con valor los resultados y se iniciará al necesario proceso de unificar al país. No sirve de nada ganar y gobernar sobre cenizas”.

Confieso que hacía acopio de optimismo cada vez que lo decía, queriéndome convencer de un escenario ideal, digno de mostrar y compartir con mis contemporáneos y mis seres más amados.

En todo momento trataba de transmitir mi idea del país que nos merecemos, ese en el que soñaron nuestros abuelos cuando dejaron a un lado las guerras civiles, cuando experimentaron exilios y las desgracias de la intolerancia política, cuando acudieron esperanzados a ejercicios electorales para quebrar con un pasado plagado de historia triste y vergonzosa. Y lo hacía, aún sabiendo que las señales y evidencia no eran las más propicias para creerlo así.

Vivimos tiempos excepcionales. Nuestros familiares y amistades se posicionan hoy en los dos extremos de una realidad en la que la sensatez y las buenas maneras se han vuelto a distanciar, diametralmente y sin posibilidad de escucha, con poca anuencia al diálogo y al entendimiento.

Era un escenario previsto y predecible en estudios sobre el estado y evolución democrática de nuestro país: ya en 2013, conclusiones del Proyecto de Análisis Político y Escenarios Prospectivos (PAPEP) del Programa de las Naciones Unidades para el Desarrollo (PNUD) anticipaba que Honduras debía contener los riesgos de una “ingobernabilidad progresiva”, en medio de alternativas poco halagüeñas, como las de una “gobernabilidad regresiva” o una “gobernabilidad vulnerable” (los recordados Diego Achard y Luis Eduardo González gustaban llamar a este marasmo “zona de riesgo”, pero fue el segundo el que dijo que entraríamos en una etapa de “crisis recurrentes”).

Se anticipaba en ese análisis que la interrupción de procesos de inclusión y “oxigenación” política, en medio de una nueva correlación de fuerzas, podrían “activar el riesgo de una crisis de gobernabilidad”, en la que esa misma correlación y el posicionamiento adoptado por actores clave podrían conducir a una polarización del país y al impulso de una relación de imposición/bloqueo.

Nuestros liderazgos políticos han venido construyendo estos escenarios de “in/gobernabilidad” desde hace varios años al no administrar apropiadamente la adaptación del sistema político y social a esta delicada coyuntura de tránsito y reconfiguración.

El Tribunal Supremo Electoral (TSE) que tenemos era ya el ingrediente premonitorio de la situación que actualmente vivimos. Pero es la irresponsabilidad de la clase política y su retórica -que dice medias verdades- el detonante real del caos del día después.