Siempre

Ayote, gracias, ayote

Durante la conquista de América, los españoles encontraron distintas calabazas, muchas de ellas “migraron” al resto del mundo llevando consigo sus nombres

17.05.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Una noche, hace poco, tomé una tierna calabaza blanca, conocida en Honduras como chilacayote, y observé la suavidad de esta. Con un pelador saqué su piel, qué bien sabe, así, cruda. Luego piqué la piel e hice un salteado en aceite, que dejé toda la noche en la cacerola, listo para preparar huevos al día siguiente.

Hago esto casi todas las noches, antes de ir a dormir, desde que estamos en cuarentena. Sólo así, comiendo muchos vegetales desde el desayuno, aseguro que al menos la mitad de la alimentación que consumimos está basada en frutas y vegetales.

Piqué la suave carne de la joven calabaza, gelatinosa y pura, con esta aún se fundían las invisibles semillas. Es de color verde claro, casi transparente. Con esta hice un guiso.

La humanidad hace guisos desde hace tantos años… También consumo esta densa calabaza cruda, sin cocción, en ensalada. Recordé el ayote en miel de raspadura y el guiso de ayote hondureños.

La calabaza blanca por su densidad permite que al cortarla en tajadas se pueda preparar a la plancha. Para hacer esto debe tener la piel suave, es el indicador de que las semillas aún están en formación. Hace pocos días la preparé así, le puse aceite, pimienta y sal a unas tajadas. También se prepara muy bien en tajadas, asada en la barbacoa. Cuando pienso en la barbacoa y salud, entonces reconozco cómo los vegetales se pueden hacer de esta forma, a las brasas, para tener una comida más balanceada.

La palabra chilacayote viene del nauatl “txilacayutli” y la palabra auyama (ahuyama), como se la conoce en Colombia, tiene origen en la lengua indígena cumanagoto, de origen caribe.

Según Enrique Vela, en “Arqueología mexicana”, la palabra ayote viene del náhuatl “ayotli”. Las calabazas y muchos de sus parientes botánicos son originarios de Mesoamérica, y hacen parte de una familia de plantas que son las cucúrbitas. Entre estas se cuentan los zapallos, calabacines, zapallitos, victorias o auyamas, tamalayotas, pipianes…

Durante la conquista de América, los españoles encontraron distintas calabazas, muchas de ellas “migraron” al resto del mundo llevando consigo sus nombres. La palabra zapallo viene del quechua sudamericano zapallu (tascón).

Cuando alguien, de esas personas que se dejaron sorprender por el confinamiento del Covid-19 sin saber cocinar, me pregunta por una receta, me cuesta hablarle sólo de la preparación… la tentación de ir más allá me atrapa.

Los italianos usan los zucchinis -o zapallitos italianos- con sentido patrio. Estos no son europeos, tienen sus orígenes en ese regalo que le dio América al mundo, sus antepasados se cultivaban desde hace miles de años en distintas partes del Nuevo Mundo. Este proceso de cultivo, selección y mejoramiento de plantas silvestres, conocido como domesticación, incluyó hace miles de años intercambios entre lejanos territorios, lo que podemos comprobar por los hallazgos arqueológicos. En las cuevas de Ocampo, Tamaulipas, hay rastros del uso de calabazas, con antigüedad de 7,000 a. C. y en Norteamérica desde 4,000 a. C., según la FAO.

El viaje por la etimología y la historia de los alimentos en la gastronomía es un rico ejercicio intelectual. Este se puede enmarcar en conceptos como “comprensión de la complejidad” y también en el movimiento Slow Food.

El movimiento Slow Food es un acto político de gran importancia. Tiene su origen en una idea de Carlo Petrini en 1980 y otros defensores de la tradición gastronómica italiana, la nutrición sana, la gastronomía y la capacidad contemplativa de la vida.

La fuerza filosófica del Slow Food y de otros movimientos de la “vida lenta” toma hoy gran sentido desde ese momento en el cual “el mundo se detuvo” a raíz de la pandemia del Covid-19.

En 1986 el Slow Food se creó oficialmente como movimiento, con una protesta frente a una franquicia mundial de alimentos en Plaza de España, en Roma.

En 1989 el Slow Food toma carácter de movimiento internacional, a partir de la firma de su manifiesto en París (www.slowfood.com).

¿Qué aprendizajes nos deja el mensaje del Slow Food y lo que estamos viviendo? De una parte, nos invita a profundizar, a indagar en la historia y el estudio de la construcción de las lenguas. El intercambio de semillas ha sido un fenómeno constante para la humanidad, con estas viajan también las palabras y las recetas de cocina.

El Slow Food como modelo de asociatividad, desde la economía, es un ejemplo de capital social. El capital social es la capacidad que tienen las personas para formar grupos, redes, asociaciones, con fines comunes.

Este movimiento -el Slow Food- fortalece la filosofía con la adopción del principio de producción limpia y de mercado justo. Su planteamiento político muestra un triunfo, al aglutinar principios y prácticas que aseguren la salud de productores y consumidores, así como un traspaso “justo” del previo final a quien hizo el cultivo.

Retomando el concepto de “adelantarse a la historia”, en cierta medida este movimiento lo hizo.

Ahora, cuando las fronteras se cierran para detener a un virus que parece incontenible, revisamos gritos del movimiento que promueven la diversidad biocultural, el desarrollo territorial y la vida reflexiva.

Cocinar, pensar, aprender, indagar, disfrutar y, principalmente, fijar una posición política con gran fuerza sensible, de convicción y sustentada, son acciones que soportan el desarrollo del pensamiento complejo.

Puedo imaginar la diferencia entre “comer ayote”, o vivir el momento profundo de indagación intelectual con el ayote.

En la primera etapa de esta columna voy a invitar a quienes la lean a hacer paseos interminables, con infinitas opciones, buscando en cada acto algo de gran espiritualidad. Con esto busco contribuir a la comprensión de nuestra historia, para defender el futuro.

¿Qué diferencia hay en una cena reflexiva y de aprendizaje versus comer, sin profundizar e indagar?